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Durante las semanas siguientes, la isla parecía estar sumida en un silencio profundo, como si todos estuvieran en un largo luto tras el allanamiento en la zona industrial. Las calles, que alguna vez resonaron con risas y voces animadas, ahora se sentían vacías y sombrías. En el hospital, los murmullos y susurros eran los únicos ecos que rompían la quietud, mientras todos intentábamos lidiar con el peso de lo que habíamos presenciado.
Cada vez que cruzaba la puerta de entrada, el aire pesado me recibía, cargado de historias no contadas. Los rostros de los pacientes que habíamos perdido seguían apareciendo en mis pensamientos, fantasmas que no podían ser ignorados. Sin embargo, en medio de ese duelo colectivo, me encontraba buscando un propósito, una forma de canalizar todo el dolor y la impotencia que aún palpitaban en mi interior.
Comencé a ayudar a uno de los principales jefes forenses del hospital. Al principio, mis tareas eran simples: entregar documentos, organizar archivos y mantener el orden en la morgue. Pero con cada conversación que compartía con él, comenzaba a enamorarme del arte de la medicina legal. La forma en que él describía cada procedimiento, cada descubrimiento, era como si me abriera una ventana a un mundo oculto, un universo en el que las respuestas se escondían detrás de cada cuerpo.
El doctor era un hombre de vasta experiencia, con un aura de seriedad que imponía respeto. Cada vez que hablaba de su trabajo, sus ojos brillaban con una pasión que era imposible ignorar.
—El arte de la medicina forense es más que solo una ciencia, Hannah —me decía—. Es un puente entre la vida y la muerte, una forma de dar voz a aquellos que ya no pueden hablar.
Las semanas se deslizaron, y con ellas, mi curiosidad creció. Aunque el hospital continuaba siendo un lugar donde la tristeza se sentía en cada rincón, también era un espacio donde se cultivaba la lealtad entre los miembros del equipo. Había una conexión que se había forjado a través de las experiencias compartidas, un lazo que se volvía cada vez más fuerte a medida que enfrentábamos juntos la realidad de nuestro entorno.
Un día, mientras organizaba algunos documentos, el doctor se acercó a mí con una propuesta inesperada. —¿Te gustaría acompañarme a la autopsia de esta noche? —preguntó, la chispa de entusiasmo iluminando su rostro cansado.
Mi corazón se aceleró al instante. Esta era la oportunidad que había estado esperando. No solo sería un momento para aprender, sino una puerta que se abriría hacia un mundo donde podía comprender, de una manera más íntima, lo que significaba salvar vidas, incluso cuando esas vidas ya se habían apagado. Asentí, sintiendo una mezcla de nervios y determinación. Esta era una nueva dirección en mi vida, y estaba lista para descubrir a dónde me llevaría.
Lo observé a través de aquella pared de cristal, sintiendo una mezcla de fascinación y respeto. Desde mi posición, podía escuchar cómo pedía ciertos implementos con nombres complicados, palabras que sonaban a un idioma secreto reservado solo para aquellos que tenían el valor de enfrentarse a lo desconocido. El doctor preparaba la zona con meticulosidad, cada gesto era un ritual que hablaba de su dedicación a la profesión y a los que ya no podían hablar por sí mismos.
Era una paz distinta, una calma casi reverente, muy diferente a la que se respiraba en los quirófanos. Aquí, en la morgue, el aire estaba impregnado de una solemnidad que me envolvía, como si cada cuerpo presente contara una historia que aún debía ser desenterrada. Observé cómo el doctor se movía con precisión, casi como un bailarín en un escenario, consciente de cada paso y cada acción. Pero lo que más me llamó la atención fue un rito que realizaba antes de comenzar a tocar los cadáveres.
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Con Amor, Hannah.
Teen FictionEn un mundo donde el amor y el desamor son dos caras de la misma moneda, Hannah se enfrenta a un corazón destrozado, marcado por recuerdos de pérdidas y promesas olvidadas. A través de cartas, ella desvela sus pensamientos más profundos y vulnerable...