Capítulo 61

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Kenai

Hace muchísimo tiempo:

El viento silba en mis oídos mientras caigo entre el mar de nubes, me estoy precipitando al vacío desde el cielo. La sensación de caída es aterradora y liberadora a la vez, jamás me había dejado caer así con mis alas en la espalda, porque jamás he perdido el control hasta ahora.

Miro hacia abajo y veo el vasto océano acercándose a una velocidad vertiginosa, así como una gran porción de tierra que me espera en lo más bajo del mundo, una zona que nunca han pisado mis pies, ni cuyas arenas han agitado el batir de mis alas.

Cada segundo parece alargarse mientras mi mente corre a través de los recuerdos de mi padre, de la vanidad y la arrogancia que me llevaron a no seguir siendo su sombra nunca más, obligándolo a asimilar que yo soy mucho más poderoso de lo que él será jamás. Estuvo tan en desacuerdo con dicha realidad, que con rabia me empujó del Medio Cielo y me condenó a la tierra misma.

Por mi sangre corre el orgullo y la desesperación, mientras recuerdo la sensación de libertad, de desafiar los límites impuestos por los dioses a los que debo eliminar por petición de mi padre, si así lo requiere. Pero también me invade la tristeza, o algo similar, según he estudiado a los humanos a lo largo de milenios sin poder pisar su mundo por miedo a destruirlo.

No puedo sentir nada en absoluto, pero hay un pequeño recuerdo ahí dentro, en mi corazón, que me invita a querer ser herido como todos ellos con la vida misma. Desearía poder sentir ese dolor que ellos perciben cuando crecen, que los hace cambiar y evolucionar. Yo también quiero eso, pero apenas puedo quejarme si una espada me atraviesa el estómago.

El sol me ilumina más cerca de lo que jamás he estado de él, me baña de rayos dorados, pero no hace brillar mis alas condenadas a la oscuridad eterna. Se ríe de mí, a carcajadas. Cada luz que invade mis músculos se aferra a ellos como una segunda piel. Las nubes doradas no frenan mi caída, porque no les importo lo más mínimo. De hecho, lo más correcto sería decir que no le importo a nadie en absoluto, ni siquiera a mi creador.

Al fin, el impacto con la tierra es brutal y todo se vuelve oscuridad. Mi aterrizaje rompe el terreno en varias secciones, lo que me obliga a asentarme en uno de ellos para no acabar en el mar. La voz de mi padre resuena en mi cabeza, advirtiéndome de los peligros de desafiar su autoridad. ¿Por qué no le escuché?

Agito la cabeza al saber que esta caída es el precio de mi temeridad. El océano se convierte en una manta azul que se acerca cada vez más, y me pregunto si habrá redención en el impacto.

Los mortales más próximos a mí mueren al instante, tan solo con mi presencia. No sé cuantos kilómetros lleno de cadáveres, por lo que me quedo en la nueva orilla que he formado, sin ropa alguna que me tape. Me siento en la arena frente a la espuma del mar, incapaz de moverme ni un centímetro, como si mi conciencia hubiera creado unas cadenas para fijarme in situ. Abrazo mis rodillas y oculto mi cabeza del sol que se mofa de mí, en cuya dirección se halla el Medio Cielo, el hogar de los dioses del que me han expulsado, donde mi padre campa a sus anchas.

Noto algo sumamente extraño, algo que jamás había percibido. Mis mejillas están empapadas, y no lo comprendo puesto que el agua está más lejos y las olas no me han salpicado. Me limpio el extraño líquido que baja por mis pómulos con la mano como si me manchara el rostro.

He visto llorar a mortales millares de veces, pero yo no siento tristeza, entonces, ¿por qué lloro?

Alzo la mirada al sol, negándome a apartarla aunque me queme la vista, porque más ardor siento yo atravesando cada rincón de mi cuerpo. Tal es el fuego que aprieto mis nudillos hasta que estos se vuelven blancos, aplastando la arena entre mis palmas. Me limpio más sustancia líquida que sale de mis ojos con el antebrazo, aprieto tanto los dientes que noto sabor metálico en mi boca tras haberme fisurado el labio inferior.

Me pongo de pié sobre la arena y finalmente aparto la mirada del sol. Miro a mi alrededor, he aterrizado y el mundo entero se ha dado cuenta. Hasta ahora en él residía la paz y la bondad, y sus habitantes estaban más cerca de los dioses, sus oraciones por ellos movían montañas, pero son perturbados de inmediato con mi llegada.

La oscuridad a mi alrededor se mueve sobre la arena y las sombras toman forma de alguien que forma parte de mí, alguien que parece feliz, un sentimiento que sin duda me falta. Quizás me ayude a experimentarlo y no estaré tan solo. Él será mi compañero.



Más tarde, creé cinco versiones más de mí mismo. Seis copias idílicas de cada maldad que traje conmigo al mundo. A estas las llamé: Soberbia, como contrario de la Humildad; Avaricia, como lo opuesto de la Generosidad; Lujuria y Castidad; Gula y Templanza; Envidia y Caridad y Pereza, como contrario de Diligencia.

Todas mis creaciones fueron hechas por mis sombras, representando cada uno de mis lados oscuros. Cada uno de ellos se transforma dependiendo del ciclo lunar de la siguiente manera: en cada luna nueva, todos se transforman en los famosos demonios con cuernos, alas de murciélago y cola, representando al lado maligno; un guiño a cómo los mortales perciben a los demonios en sus ilustraciones. Y en cada luna llena, todos se convierten en ángeles caídos con alas negras y un aro sobre sus cabezas, representando todas las virtudes opuestas y el fervor con el que miré al sol aquel día.

Sin embargo, no me pareció suficiente, por ello infecté a los gobernantes que había entre los mortales y que sobrevivieron a mi llegada, para que ellos gobernaran la tierra pendiendo de mis hilos, siendo los verdaderos representantes de los Seis Orígenes del Mal de la forma más espantosa posible, mientras yo, su creador, jugaba con el comando de sus marionetas a placer. Como mi padre hace conmigo.

Yo traje todo el mal. Los robos, las violaciones, el querer pisar a los demás, el asesinato, el herir al prójimo... Todo ello es mi regalo a la tierra. Y cuando me di por satisfecho ante todo el mundo de destrucción, corrupción y muerte que había creado, nació el Inframundo. Un lugar en el que el mal puede seguir vivo hasta el fin de los tiempos.

El mundo entero se infectó, como si se hubiese cernido sobre él una enfermedad crónica, lo que produjo como consecuencia que el Inframundo se volviera tan glorioso que incluso las seis versiones de mí mismo se fueran a vivir allí, apreciándolo íntimamente como su propio paraíso idílico.

El infierno, lo llamaron, dentro del cuál se encuentra el Inframundo reservado para el dolor, y las Kaláthidas reservadas para las historias inventadas. Más tarde, mi padre tomó control de una nueva sección que él mismo creó después de que los dioses lo hubieran expulsado a él también del Medio Cielo. A ese castillo próximo al Inframundo, del cuál tomaba fuerzas, lo llamó el Shadark.

Por el ControlDonde viven las historias. Descúbrelo ahora