Capítulo 12

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Elara

Hay una sombra que me persigue.

La noto en todas partes, conmigo, acechándome a todas horas, pero no se personifica en ningún momento. Se limita a ponerme los pelos de punta. ¿Y sabéis qué me tranquiliza? Estar con las sirenas. Sus voces hacen que con cada palabra suya me sienta más anestesiada, creo que por eso le gustan tanto a Denahi. Son como una droga a la que no te acostumbras jamás.

Me encanta estar con ellas. A veces son un poco traviesas y me salpican con sus colas o me tiran al agua para tratar de ahogarme, pero también les gusta las charlas profundas mirando las estrellas. Son un poco bipolares, pero creo que solo es la percepción de alguien externo, porque entre ellas parecen entenderse muy bien.

Denahi las comprende, y como ellas se dan cuenta de ello, están obsesionadas con él. Cada vez que va a visitarlas se ponen como locas. Por mi parte, cada vez me acostumbro mejor a su peligro, y ellas me aceptan más, aunque es un proceso lento porque son muy selectivas.

Por eso paso gran parte de mi tiempo en la playa rocosa de la Isla de Auga. Me encanta estar aquí, además, cerca está el santuario de Aurora y hay besos de los árboles por todas partes. Me hacen recordar mi infancia con cariño.

De vez en cuando ella y yo nos paseamos por aquí. Resulta que encuentro una extraña satisfacción en ver a los devotos rezándole a Aurora por un final feliz de los cuentos con el amor de sus vidas.

-Ai, el amor... -suspiro caminando en medio de llantos, súplicas y oraciones de más de un mundo, con mis mariposas de Occam revoloteando a mi alrededor.

Aurora me agarra de la muñeca.

-Ven, quiero enseñarte algo.

La sigo sin opción a discusión y bajamos por unas escaleras que nos llevan a otro templo, uno repleto de estatuas de los dioses, ficticios en el otro mundo, reales para los habitantes de este. Aquí también hay muchas personas, pero estas están sentadas en bancos paralelos a cada lado del pasillo, rezándole a sus deidades.

Hay una en concreto que llama toda mi atención por estar situada en el medio y medio del templo. Una estatua de una mujer con una corona de rosas sobre la cabeza que llora mirando al cielo, sobre el cual alza las manos.

Mi mente se va directa a un recuerdo que no he visto con mis propios ojos. Estoy en el pasado y en la mente de Aurora. Este lugar está lleno, con el amanecer rojo como la sangre inundándolo todo. Nadie se mueve, pero todo el mundo susurra frases y palabras.

Puedo ver vívidamente a la mujer que antes era una estatua, recubierta de un velo blanco un poco transparente. Me quedo petrificada cuando me doy cuenta de quién es.

Esa diosa a la que rezan.

Es mi madre.

Tiene el pelo negro y ondulado cayendo como cascadas a ambos lados de sus hombros. Los labios carnosos y rosados, al igual que las mejillas. Está vestida con una túnica larga de color dorado, y brilla por delante del primer rayo de luz del día.

Es un ángel sin alas.

Un feérico a cada lado se encarga de levantarle el grandísimo velo para destaparla. Mi madre está llorando, pero no sé por qué y eso me asusta. Entonces veo su barriga sobre la que tenía posadas las manos, hasta que las aparta rebelando su vientre redondo.

Está embarazada.

Mi madre alza las manos al cielo rojo, y todos se levantan con ella para alabarla, sosteniendo entre sus manos una balanza sin dejar de llorar, perdiendo su vista muy arriba, tan alto como los rayos de luz que la rodean en cuerpo y alma.

Por el ControlDonde viven las historias. Descúbrelo ahora