Capítulo 54

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Darcy

Vellum se retuerce de dolor por las quemaduras que Galrey le provocó en las extremidades superior e inferior derechas. Sus sombras salen de ella y enrollan sus miembros heridos para tratar de calmarla, se adhieren a su piel y se fijan en ella aunque no sirven de mucho. Valtian corre a agacharse a su lado para examinar cada grado de las quemaduras.

—Voy a tener que curarla, majestad —avisa. De inmediato la coge en brazos—. Es una emergencia, la llevaré a mi casa.

—A dónde sea... —gime de dolor haciendo una mueca.

Un rayo se estampa en medio y medio de las ruinas, Melinna salta del susto; su brazo ya casi se ha curado de la piedra que le cayó cuando el Heraldo de la Destrucción y su Iskra salieron del castillo por el techo. Está alterada, como todos nosotros.

La gente sale corriendo hacia la ciudad donde se ha implantado el caos absoluto. Aurora tose con fuerza para eliminar las sustancias que no deberían haber accedido por sus vías respiratorias mientras cojea, después de haber salvado a la Bruja Negra de una roca que iba directa hacia su cráneo.

—¿Por qué no se ha detenido la tormenta? —pregunta Melinna, tiene manchas de escombros y cenizas por lo que antes era su atuendo perfecto para la boda.

Miro hacia el techo al aire libre. La tormenta no ha disminuido ni un poco, es más, las telarañas de relámpagos se expanden por todo el cielo con más violencia. El viento aúlla con una furia desatada, arrastrando consigo la lluvia que golpea mi rostro como mil agujas heladas. Corremos a refugiarnos tras una pared derruida, observando cómo las centellas iluminan las torres caídas y los muros destrozados, de manera que revelan sombras que cobran vida en la oscuridad.

Cada trueno retumba en mi pecho, resonando con la promesa de una devastación inminente. El cielo se oscurece aún más, si es que eso es posible, y un rugido profundo y gutural se mezcla con el estruendo de la tormenta. Un relámpago estalla en el cielo e ilumina una sombra gigantesca que ocupa todas las ruinas del palacio y edificios más allá, una que se aproxima tan lentamente como un depredador a punto de abalanzarse sobre su presa; sobre todos nosotros, sus víctimas. Puedo contemplar cada extremo puntiagudo de unas membranas, así como la cola de serpiente gigantesca que cruza por todo el país.

Mi pecho se encoge y trago saliva por lo que sospecho que será la última vez. Aprieto los dientes con tanta fuerza que juraría haberlos partido. Saco el valor para alzar la vista y es entonces cuando lo veo.

Galrey, el Rey de los Dragones, surca los cielos con sus alas enormes y granates como su fuego. Desciende con una majestuosidad aterradora sobre los derribos, aplastando a todo ciudadano bajo su inmenso cuerpo sin importarle lo más mínimo. Sus alas se baten con la fuerza de un huracán que no hace sino crear más desechos. Sus ojos rojos como brasas ardiendo en la penumbra se clavan en la tormenta al proferir un bramido que hace temblar la tierra misma. La grieta que antes había provocado con su aterrizaje con su compañera, a las puertas de lo que queda del palacio, se separa todavía más. Agudizo la mirada entre la penumbra y descubro que no hay nadie a sus lomos. De inmediato me giro hacia Valtian, todavía sujetando a Vellum entre sus brazos.

—Iros, ¡ya! —exclamo.

El dios gira su cabeza hacia nosotros bruscamente, como si supiera con exactitud quiénes somos y el mal que le hemos hecho a su Iskra. Abre sus fauces y un torrente de fuego rojo brota de su garganta, incinerando todo a su paso. Escapamos lo más rápido que podemos con ayuda de las sombras que nos desmaterializan. Extendemos nuestras alas de inmediato para subir al cielo. Las ruinas del castillo, ya castigadas por el tiempo y la tormenta, sucumben ante el poder devastador de Galrey, al igual que las decenas de víctimas inocentes incapaces de huir de su furia.

—No nos sigue —musita Aurora, observando atónita los destrozos.

Alzo la mano en un ínfimo momento oportuno para salir pitando de aquí y las llamas púrpuras recubren mi palma. Un portal se abre frente a nosotros directo a casa, a un lugar seguro donde no nos atosigue el hedor a carne quemada o donde podamos conservar nuestras vidas.

Un empujón nos da a todos de lleno en cadena para apartarnos de una ráfaga de fuego sangriento que venía directa hacia nosotros. Nos precipitamos hacia el suelo mientras Galrey se alza en el cielo.

—Leandrior ha entrado en cólera —afirma Elisa, quien nos acaba de salvar de una muerte segura—. Miles de inocentes están muriendo, y miles seguirán haciéndolo. He ido a casa para hablar con ella pero está como en trance, no es ella.

—Solo es su cuerpo... —adivino atando cabos. Luego inclino la cabeza hacia el dios—. Su alma está ahí.

Galrey sobrevuela la ciudad de la Capital expandiendo ráfagas de fuego por doquier. Sus llamas chocan contra el suelo y estas se convierten en una cascada capaz de formar un lago que inunda toda la población, obligándolos a formar parte de su propio océano. Los cadáveres se amontonan como madera quemada de una chimenea a punto de apagarse. Familias enteras se apilan como parte de la fauna ígnea de su nuevo cementerio submarino.

El calor es insoportable, y el aire se llena del olor acre de la piedra y mortales abrasados. Me cubro el rostro con el brazo, intentando protegerme del ardor y del humo tóxico que segregan las flamas, pero sé que no hay escape. Con el dios, con Leandrior, con lo que sea que haya llegado a la ciudad en forma de un dragón colosal, es la destrucción total.

El pánico se apodera de mí y de todos a mi alrededor. Las llamas devoran los edificios y traspasan la piedra como explosivos. Valtian corre a proteger a Vellum en cualquier ruina que encuentre en compañía de Aurora, donde pueda estar más o menos a salvo ya que el Heraldo de la Destrucción no nos da tiempo a abrir ningún portal. Además, ¿cómo burlamos la rapidez y los reflejos de un dios? Si alguien lo sabe, por favor que me lo diga.

Melinna, por desgracia, no puede camuflarse en ningún lugar con las alas extendidas. Brillan en la oscuridad de un color morado y rosa, distinto al rojo y por tanto muy identificable.

—¡Deja de volar! —grito.

Cierra sus alas y expande sus mariposas para que se desplacen por una dirección distinta a la nuestra, a modo de distracción. La agarro de la muñeca y corro por las calles tratando de encontrar refugio, pero no hay lugar seguro. El humo me hace toser y mis ojos arden. Las murallas de la ciudad se han derrumbado por completo, y los gritos de los soldados y ciudadanos resuenan por todas partes. Da igual cuán bien formados estén los guardias, cuán ricos sean algunos habitantes, o incluso cuán poderosos sean los Nyxigorns con sus sombras, el fuego ensangrentado los quema a todos por igual.

Galrey grita partiendo el cielo a la mitad con una telaraña de relámpagos, y en ese breve instante en el que la luz de un sol aniquilador ilumina todo el país, juraría haber visto la silueta del espíritu de Leandrior Elésscoltar a lomos de su dragón sin pizca de piedad en su mirada. La ciudad que una vez fue su hogar se ha convertido en un infierno ardiente.

Intento ayudar a una mujer que ha caído protegiendo a su bebé en brazos, pero el caos es demasiado. Nos separamos en la avalancha de la multitud y la pierdo de vista, a ella y al niño. Tampoco veo a Elisa por ninguna parte, pensar en lo que le haya podido pasar me deja sin respiración.

Ni siquiera podemos caminar deprisa, ni correr, solo podemos tener cuidado de no ser aplastados por la muchedumbre. Los rayos caen del cielo y electrocutan a varios ciudadanos. Las llamas del Heraldo de la Destrucción nos doblegan a su voluntad. Algunos mueren por intoxicación del humo nocivo, otros caminan como drogados siguiendo la dirección del dios a la espera de su muerte.

Ellos no quieren que nadie escape, el poder del fuego rojo quiere quemarnos a todos vivos aquí.

Finalmente, Melinna señala un lugar y encontramos lo que parece ser un pequeño refugio en una tienda medio derrumbada. Dentro, hay decenas de mortales protegiéndose del ataque con varios harapos intentando tapar sus fosas nasales ante la humareda venenosa. Hay niños que lloran por doquier, adultos que se quejan de sus letales quemaduras o heridas de las ruinas, madres que lloran la pérdida de sus hijos, o hijos que lamentan la muerte de sus padres.

Nos acurrucamos en un pequeño espacio. Melinna me abraza entre lágrimas esperando que el ataque termine, pero el rugido de Galrey y el crujido de los edificios incendiados me dicen que la destrucción apenas ha comenzado. Mi corazón late con fuerza, y solo puedo rezar a los dioses a los que Kenai asesina para sobrevivir a esta pesadilla.

Por el ControlDonde viven las historias. Descúbrelo ahora