Capítulo 52

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Leandrior

Salgo de la mansión y camino durante un largo tramo hasta dar con una gran explanada donde se encuentran Galrey y Skyamort, dos dioses milenarios posados majestuosamente cerca de la Mansión de los Elésscoltar.

Creí que el aire fresco me relajaría, pero con cada paso siento que mi determinación no tiene límites. Me arde cada nervio del cuerpo, se expande a lo largo de cada una de mis extremidades como las enredaderas de un rosal.

Mi dragón se ha puesto tan furioso que incluso Sylvana y Skyamort lo han percibido y han venido a comprobar que todo seguía en orden. La dragona me mira con suspicacia, pero la misma mirada la dirige a mi dragón. Suelta un bufido que agita el polvo de la tierra y que no logro interpretar si es un aviso o una advertencia.

He estado practicando el subir y bajar de Galrey últimamente, pero todavía es muy pronto para aprender a montar en él. Ni siquiera he emprendido un vuelo a sus lomos a excepción del primer día. Galrey parpadea hacia mi dirección, sus ojos rojos brillan como si su iris estuviera formado por las más vivas llamas del mismísimo fuego de sus fauces.

Me tomo mi tiempo para trepar a lo largo de toda su ala. No siento ganas de llorar, ni cansancio. Me impulso con una fuerza que jamás he sentido en todos mis músculos, como si hubiera concentrado adrenalina a lo largo de todo mi cuerpo, una inagotable que nadie me arrancará por muchos golpes que me dé. No estoy segura de percibir algún tipo de daño físico, juraría que soy capaz de destruirme la mano contra sus escamas impenetrables y no sentir nada.

Estoy eufórica.

Me agarro a cada escama que mis manos alcanzan hasta llegar a sus lomo, al final de su cuello. La parte de arriba es la más sencilla, solo tengo que encontrar los mismos cuernos que se amoldan a la apertura de mis piernas como unos cinturones invisibles. Galrey suelta un gruñido y gira el cuello para conectar su ojo con los míos en señal de aviso. No me habla directamente, pero entiendo cada palabra que me dice.

Extiende sus gigantescas alas hacia el cielo y me echo hacia delante. Si algo he aprendido, es que le encanta subir y bajar en picado.

—Por favor, hoy ten piedad de mí —le suplico—. No bajaré de tus lomos en ningún momento porque no puedo permitirme fallar más, mucho menos delante de la Capital del Galvyr y de mi enemiga.

Suelta un suspiro de impaciencia, ávido de sangre derramada, como yo. Inclina su colosal cuerpo más horizontal en el aire. Sigue ascendiendo, pero a un nivel al que yo puedo adaptarme mucho mejor. Así sí podría acostumbrarme y perder el miedo a las alturas, pues su tamaño es tal que simula una tierra más para mí, un piso sobre el que, con el equilibrio adecuado mezclado con su compasión por mí, podría aprender a anclarme mejor aunque note que me encuentro en una superficie en constante movimiento.

Sus alas se baten con tal poder que no me quiero ni imaginar la fuerza que conlleva uno de sus aleteos en caso de estar a su lado. Cualquiera saldría disparatado y destrozado.

—Gracias —musito.

Suelta un rugido cargado de ira, está harto de que lo trate como algo ajeno a mí, como si estuviéramos a un distinto nivel y tuviera que guardarle respeto porque yo no soy como él. Le ofende haberme escogido y que yo no me sienta su elegida. Asiento, y aunque él no pueda verlo, sé que lo está percibiendo.

Cuando me doy cuenta, volamos entre un mar de nubes que deshace con cada batir de alas. A esta distancia no sé a cuánto nos encontramos de la capital, pero sé que él no sabe. Las nubes blancas comienzan a teñirse de gris claro, hasta tornarse oscuras y eléctricas cuanto más bajamos hacia ellas. Galrey se adentra en la tormenta y aspiro su aroma. La fuerza de los rayos y el olor a caos me hace sentir en casa, de repente mi plan me parece la tarea más fácil del mundo.

Por el ControlDonde viven las historias. Descúbrelo ahora