Todavía con la sonrisa salvaje en los labios, Daniel puso de regreso su celular en el bolsillo de su sudadera, mientras asomaba la cabeza para ver de nuevo el lugar donde pensaba colarse. Una semana antes le habría parecido una irritable coincidencia debido a su espectral estado; ahora solo resultaba desafiante.
Haciendo a un lado los pensamientos innecesarios, y centrándose más en las voces de los Serafines, dejó que sus ojos recorrieran con detenimiento el panorama.
Había demasiadas sombras del destino, pero las más llamativas se podían ver en el interior, a través de los huecos dónde debían estar las ventanas. Eran como olas de mares distintos, ondulantes y cambiantes de acuerdo a los deseos del viento, que se azotaban con furia unas entre otras gobernando todo a su paso.
El Profeta se preguntó si harían el mismo ruido que el océano; pero deshecho al instante la idea, ya que estaba seguro lo único que lograría escuchar serían los lamentos.
Eran como el aire en medio de una tempestad a través de la puerta; ese silbido que ruge en un espacio demasiado pequeño para su grandeza, y que eriza cada milímetro de tu piel. Por supuesto, aquí no había corrientes que pudiesen ocasionar tal efecto, las plantas en el jardín apenas y se movían con la brisa otoñal; además, si a eso le sumaban la historia de fondo, no solo del accidente que terminó con la vida activa del lugar, sino que se trataba de un hospital psiquiátrico; el resultado era simplemente aterrador.
Presa del ambiente, un escalofrío recorrió su espina dorsal; aunque no era miedo lo que provocó tal reacción en su interior, sino el conocimiento de que alguna vez, su madre también formó parte de los enfermos que estuvieron internados en esa clínica; y que a pesar de que su locura pudo haber sido cosa de estar embarazada de él, o que luego de su nacimiento se hubiese puesto mucho mejor, ella también había terminado por morir en un incendio.
Al instante la incertidumbre se convirtió en rabia. Tantos destinos extinguidos por la locura de un ángel, que ni siquiera era capaz de enfrentar lo que hacía, y que mantenía su falsa divinidad para resguardarse como un vil cobarde.
Era suficiente.
Daniel se puso de pie y empezó a avanzar con decisión hacia las ruinas del edificio. Cuando llegó a solo un metro de distancia de la puerta, tomó la primera sombra que le pareció adecuada, una que había quedado como la estela de los pasos de la ángel pelirroja; parecían hilos de sangre flotando en la calle. De inmediato un segundo plano de la imagen que veía, se extendió ante sus ojos.
La enorme reja poseía un candado que había sido víctima de las inclemencias del tiempo, y que nadie se había tomado la molestia de cambiar ¿Por qué lo harían si no existía nada de valor en el interior? Pero no era eso lo que debía preocuparle para poder entrar, sino el sello que rodeaba la propiedad, y destellaba en suelo en una mezcla de símbolos que para él, no tenían mayor sentido. Podían ser letras, signos, o meros dibujos, para el caso era lo mismo, no los entendía.
No obstante, el rastro que había dejado la aliada de Leo al salir, también habían hecho una abertura en el patrón, lo que le brindaría una oportunidad para entrar; pero antes de que pudiese avanzar, las voces en su cabeza se agitaron. "Cuidado..." advirtieron. "No puedes... usar...tus poderes...dentro" explicaron en medio de una avalancha de lenguas, que apenas y pudo unir las palabras adecuadas para formar la frase.
Tenía total lógica que fuese de esa manera. Si este era el sitio dónde se estaban ocultando, o, a donde simplemente pretendían llevarlos para ejecutar una trampa, y encima se habían encargado de ponerle un sello para proteger de los extraños; era más que obvio que debía haber otras alarmas en el interior para evitar intromisiones. Así que si iba a entrar, tendría que hacerlo siendo solo Daniel, no un Profeta.