CAPÍTULO XX (parte 4)

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Eran cerca de las once de la mañana, y Daniel se encontraba en las duchas del dojo alistándose para irse ahora que sus clases habían terminado; sacudiéndose el cabello para retirar el exceso de agua, intentó concentrarse en lo que haría en un lunes normal, esos donde todavía era un humano común y corriente que pensaba que los ángeles y demonios eran cuentos para niños... parecía que había pasado una eternidad desde que eso era así, sin embargo, eran solo meses.

Regresaría a casa para comer algo, vería las actividades pendientes de organización del consejo estudiantil pues el ciclo escolar pronto terminaría (el tiempo transcurría extrañamente rápido y lento a la vez), adelantaría algo de las tareas, quizás estudiaría un poco, luego tomaría la mochila para el entrenamiento con el equipo de la universidad, sus libros, y se marcharía temprano para llegar a tiempo. La puntualidad era algo con lo que no le gustaba jugar. Después llamaría a Violeta para ver dónde y qué estaba haciendo, y si...

La normalidad terminó irremediablemente en esa parte.

Su hermana se había marchado con sus amigas, pero ¿Y si la atacaban? ¿Qué si los inquisidores la secuestraban? ¿O si Leo llegaba mientras estaba sola, sin sus pilares? Los Templarios no podrían protegerla...o quizás no querrían, todavía no estaban seguros que tanto podían confiar en ellos; a decir verdad ¿En quién podía confiar realmente? Porque él lo sabía, había visto perfectamente las dudas en el rostro de su madre, el terror en los padres de Violeta, alguien los había traicionado.

Entonces los recuerdos se volvieron cosas vivas a su alrededor, y a pesar de la advertencia de los Serafines por que se calmara, de saber que las sombras del destino no estaban alterando su visión, el escenario a su alrededor se tiñó de sangre, y el cuerpo de su madre volvió aparecer ante sus ojos.

El estómago del Profeta se trasladó hasta su garganta, mientras que sus músculos se volvían de gelatina, haciéndolo incapaz de sostener su propio peso. El terror que lo envolvió le perló la piel en un sudor helado, que se mezcló con las gotas de la ducha que acababa de tomar y congelaron su sistema nervioso.

Estaba poniendo todo de su parte para mantener su mente estable, pero cada minuto que pasaba le resultaba más difícil ignorar lo que había visto, y lo que ahora sabía. El miedo se lo estaba comiendo vivo, el dolor lo asfixiaba, y el odio le quemaba como lava en sus venas; si a eso le sumaba las constantes voces del primer coro de ángeles, no le costaba mucho convencerse de que su cordura estaba bailando en la cuerda floja.

De pronto sus ideas se vieron interrumpidas por una voz que, para su suerte y sorpresa, no provenía del interior de su cabeza.

-¡Daniel!-. Esteban estaba parado a un lado suyo, semi agachado para poder mirarlo a la cara, ya que él se estaba sosteniendo las rodillas para mantenerse en pie. -¿Qué te pasa?-. Preguntó con el ceño fruncido. Había dicho su nombre unas ocho veces antes de lograr captar su atención

El mayor de los Cábala respiró profundamente tratando de centrarse, desafortunadamente, cuando levantó la mirada para centrarse en su amigo, lo único que pudo ver fue la herida que probablemente le llevaría a su muerte; cosa que no hizo nada por bajar el nivel de estrés en el que ya se encontraba, y que volvió irrefrenable el impulso por vaciar su desayuno.

En una carrera que no supo cómo logró librar, Daniel llegó hasta el retrete y dejó que el contenido de su estómago escapara por su boca. No había tomado gran cantidad de alimentos ese fin de semana, porque se le estaba haciendo bastante difícil mantenerlos en su interior; pero consciente de que no podía darse el lujo de debilitarse, de todos modos estaba consumiendo algunas cosas. Aunque francamente, el esfuerzo le parecía totalmente inútil en ese momento.

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