Tercer Jinete.

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Jake Kingsley.

1500 d.C.

Bolas de fuego salían disparadas por todos lados. El Príncipe de los Dracóm ayudaba a su gente a escapar de los Ángeles y Arcángeles.

Lanzar, esquivar y atacar. Era el patrón que Jake seguía para matar a los invasores de su reino.

—¡Hijo!—El Rey de los Dracóm se acercó a su hijo.—Tienes que salir de aquí junto a los demás, yo me quedaré aquí a defender lo poco que ha quedado.

—¡No voy a huir padre! Y si tengo que transformarme en un dragón, no dudaré en hacerlo.

Un Ángel lanzó una flecha hacia la dirección de la realeza, pero un guardián real se interfirió y terminó con una flecha en el corazón.

—¡Noo!—Gritó el príncipe, para después lanzarle bolas de fuego al Ángel,  desintegrándolo al instante.

El príncipe y el rey se acercaron corriendo hacia el cuerpo del guardián y le quitaron el casco. Un joven con el cabello casi dorado yacía muerto en los brazos de ellos. 

 —Hermano.—Susurró con dolor el príncipe.

El rey, al ver tal escena se llenó de ira e impotencia por no poder salvar la vida de su pequeño hijo. No era para nada desconocido que, si la ira consumía el cuerpo de un humano/dragón, su otra mitad tomaba el control y se transformaba en una bestia indomable y con sed de venganza. Y eso fue justo lo que pasó.

El rey soltó un rugido bestial y se convirtió en un enorme dragón de más de 20 metros. Escupió fuego hacia los Ángeles que iban llegando, y ellos al ver tal amenaza, decidieron enfocarse en el enorme lagarto, que en la gente que escapaba hacia el refugio real.

El príncipe vio como su padre perdía el control total de su cuerpo e incineraba a todo ser con vida. Inclusive a su propia gente.

Una vez que los Ángeles murieron, el rey siguió quemando todo a su paso, y al príncipe no le quedó de otra que hacer lo que un día él le dijo.

«Si algún día llegó a perder el control, acaba conmigo hijo»

Se repetía en su cabeza, así que con todo el dolor de su alma, se transformó igualmente en un dragón y se enfrentó a su padre.

La batalla no fue muy sencilla, pues el rey ya no tenía control de sus acciones, mas sin embargo el príncipe no se dio por vencido y siguió hasta que, en un descuido del rey, mordió su cuello y lo hirió de muerte.

Ambos dragones cayeron al suelo y se transformaron en humanos. Uno más herido que el otro. El príncipe se acercó a su padre.

—Perdóname, hijo.—Susurró como pudo el rey.

—No hay nada que perdonar, padre.—Respondió.—Salvaste al reino.

—Pero también lo puse en peligro. Sé que todavía eres joven, tan sólo tienes 20 años, pero también sé que cuidarás al reino y gobernarás con todo lo que te he enseñado.

—Lo haré, padre.—Respondió con lágrimas en los ojos.—Descansa y ve con madre.—Él rey sonrío y dio su último aliento, para después cerrar sus ojos y ya no abrirlos nunca más.

Averno: Los Cuatro JinetesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora