Capítulo 3

849 101 41
                                        

       Gabriel se sentó en el living a corregir las pruebas de repaso de quinto año. Hubo notas variadas: regular, bien, muy bien, excelente. Quedó petrificado cuando vio la prueba de Renato. No la había hecho, se había dedicado a dibujar caritas raras en toda la hoja: caras con los cuernos del diablo, otras, sacando la lengua, o dibujos de manos alzando el dedo del medio, o siglas en mayúscula como: NtD, VaJ, HqA, que ni comprendía. Ahora el que se sentía enojado era él. Paciencia. Paciencia, se repetía una y otra vez. ¿No había estudiado? ¿Lo estaba tratando de provocar? ¿Qué lo llevó a hacer eso? Sin duda iría a hablar con él al día siguiente, aunque no le tocara dar clases en quinto ese día.
    Paciencia.

                               * * *


Capítulo 3

   A la mañana siguiente, al comienzo de las clases, Gabriel le pidió a la profesora de Literatura: Stefanía, si, por favor, podría llamar a Quattordio porque quería tener una charla con él. Gabriel se quedó en la sala de profesores, tomando un café, mientras esperaba al chico.
     Renato vio salir a la preceptora del aula sin reaccionar. Tenía su mente en su madre y en el trabajo en la peluquería que podría o no ser suyo. La profesora de Literatura entró al aula cinco minutos después.
—Buenos días, chicos… Quattordio, el profesor Gallicchio lo espera en sala de profesores para hablar con usted.
     ¿Ni ese día podía estar tranquilo? Bueno, lo más tranquilo que podía estar teniendo en cuenta la situación en la que estaban con su familia.
—¿Para qué?
—¿Puede ir, Quattordio, por favor?
—Hoy no toca clases con él —respondió Renato, manteniéndose en sus trece, cruzándose de brazos.
—No lo haga más difícil. Vaya, por favor.
     Renato resopló, se puso de pie y salió del aula rumbo a la sala de profesores, pero con una lentitud suprema. Que esperara.
     Gabriel quiso ensayar cómo empezar la conversación. ¿Le preguntaba directamente por qué había hecho dibujos en la hoja de la prueba? ¿Le mostraba la hoja y dejaba que hablara? Mientras seguía pensando opciones, quiso poner la taza en el platito, pero como miraba a cualquier lado, distraído, erró y la apoyó en el borde de la mesa. La taza se inclinó y una buena cantidad del café cayó en la camisa.
—¡No! —gritó, retirándose hacia atrás con la silla y poniéndose de pie. Una mancha marrón enorme se veía en la parte delantera de la camisa. También había caído un poco en sus jeans negros, pero no se notaba mucho.
     Por suerte, llevaba otra camisa de repuesto. Empezó a desabrochar los primeros botones, miró hacia la puerta y se acercó para cerrarla. Luego, siguió desabrochando los demás botones.
      Renato había llegado a la puerta de la sala. Vio que la puerta estaba cerrada, pero no le importó ser educado, así que agarró el picaporte,  abrió la puerta y entró. Quería terminar con todo eso cuanto antes.
      Vio cómo Gabriel se sacaba la camisa y dejaba expuesto esos hombros musculosos, el pecho ligeramente velludo, el abdomen plano. Vio cómo se volvía de espaldas para agarrar la camisa nueva del bolso. La espalda ancha a la vista del chico. A simple vista, tersa y suave. Renato no sabía dónde meterse. Sus mejillas rojas, ardiendo. Su cuerpo reaccionando. Sintió que se quedaba sin aire.
     Gabriel se dio la vuelta, todavía con los botones de la camisa sin abrochar. Renato no sabía dónde mirar. Quería evitar que sus ojos se fueran al cuerpo de su profesor, pero, inevitablemente, volvían a él.
      El ojiverde abrió los ojos de par en par al verlo y se empezó a abrochar apresuradamente... Se había puesto nervioso de que su alumno lo hubiera visto así. Hasta le ardían los cachetes.
—Perdón, Quattordio, manché la camisa, pero usted debió golpear antes de entrar.
—¿De qué quiere hablar? —preguntó Renato de una, mirando cómo su profesor dejaba de abrocharse. Sonrió. Se había abrochado todos los botones mal y la camisa lo dejaba ver, toda deforme parecía.
—Siéntese, Quattordio.
     Gabriel ni cuenta de su error al ponerse la camisa. Se sentó en el asiento en el que estaba sentado antes, y mientras Renato se sentaba ante la mesa enfrente de él, pasó un trapo mojado por donde había caído café.
    Renato apretaba los labios para no reír al ver la camisa mal abrochada y que, además, no se diera cuenta. 
     Pero Gabriel no hablaba. Agarró su bolso, que estaba en la silla de atrás y de ahí sacó una carpeta. Renato empezaba a impacientarse. El profesor rebuscó entre unos papeles y entonces sacó una hoja de carpeta que reconoció.
      Renato miró a su profesor fijamente. La prueba con un uno ahí en grande, en rojo, sobre la mesa frente a él. La mirada de Gabriel era severa. Lo detestaba. Siempre humillándolo, eso no iba a acabar. Era el profesor de matemática, y por si fuera poco, también el hijo del rector.
   Había cosas que no lo dejaban estudiar como debía: una familia que mantener, y un cerebro que, aunque intentara, era duro para comprender ciertos temas. Le llegaba a decir “vago" como había pasado con otros profesores antes y olvidaba que era profesor.
     Gabriel siempre tenía algo que decirle: “Su guardapolvo está roto”, “su guardapolvo está sucio”, “por qué tan desaliñado” (tal vez no con esas palabras exactas, pero era lo mismo), “sáquese ese arito de la ceja”, y Renato siempre con su respuesta para todo: mostrar su dedo del medio.
—¿No va a decirme qué son estos dibujitos, Quattordio?
—¿No les gusta? Los hice pensando en usted. —Puso cara y voz de sentirse dolido. Gabriel rodó los ojos.
—No sé qué hacer con usted, Quattordio.
—Dejar de joderme —le espetó.
—Soy su profesor, Quattordio.
—¿En serio? No me había dado cuenta.
—Ya repitió dos cursos, está en quinto, solo tiene que hacer el último esfuerzo —le recordó Gabriel. Los ojos marrones del chico perforando el verde de los ojos de su profesor.
—Soy malo en matemática, pero sé contar.
     Gabriel se pasó la mano por los rulos que enmarcaban su cara, exasperado. No sabía qué hacer con este chico.
—Tendré que hablar con tu mamá.
—No soy un nene, profesor. —Ese “profesor" sonó como burla—. Tengo diecinueve años.
   Las manos del profesor se juntaron en un puño y se apoyaron sobre la mesa, a cada lado de un platito de café con su tacita encima. Renato bajó la mirada hacia esas manos, para encontrarse con que tenía un anillo de compromiso puesto… Un anillo de oro o chapado en oro, no estaba muy seguro. Suponía que era de compromiso. Seguro que se había comprometido con esa mujer con la que lo había visto. ¿Qué habría visto en él esa mujer? La compadecía.
—Deberías venir a las clases de apoyo. En contraturno.
—No quiero. —En realidad, sí quería, pero no podía a la tarde, porque trabajaba en el almacén. Pero decir “No quiero" le resultaba más prepotente.
—¿Ahora qué viene? ¿Tirarte al piso y dar patadas? Si dice que no es un nene, estaría mejor que empezara a demostrarlo. ¿Quiere repetir de año otra vez, Quattordio?
—Idiota  —soltó Renato. ¿Qué sabía él lo que sentía y pensaba de todo eso? Él no sabía  nada de su vida. De cómo tenía que trabajar para mantener a su madre ahora desempleada y a su hermana menor Bruna. Tenía un hermano mayor que ya se había casado e ido de esa vida que estaban teniendo. Renato se alegraba por él, que no se hubiera atascado en ese mundo de drogas y perdición en el que había estado su padre y en el que los había dejado. Y, aunque el chico ayudaba mucho, tenía una familia propia a la cual mantener ahora.
—¿Perdón? ¿Cómo me llamaste?
—Sí, perdón, discúlpeme, cierto que es mi profesor. Disculpe, Señor Idiota. ¿Así mejor, más educado?
—Martes y jueves de quince a diecisiete lo quiero acá en la sala, Quattordio.
—¡¿Qué?!
—Va a recibir clases de apoyo de matemática, como castigo por ser tan irrespetuoso.
    A ver si se lo ordenaba con autoridad le hacia caso. Además, estaría bien ayudarlo con esas clases.
—Espere sentado.
—¿No vas a venir?
—No.
    Gabriel miró la hoja. Renato miraba hacia abajo. No quería ver esos ojos verdes que lo miraban acusadores, severos, humillantes, brillantes, intensos, verdes, hipnotizantes… Se apretó el muslo para dejar de pensar idioteces.
    Gabriel se puso de pie, rodeó la mesa y se acercó para sentarse al lado del chico.
—¿Por qué no estudiaste?
     Renato seguía sin mirarlo.
—Estudié —respondió el chico.
      Gabriel lo miraba, pensando que por algo no quería mirarlo. Tal vez había verdad en esos ojos. Le puso el dedo índice bajo el mentón. Renato dejó de respirar abruptamente ante ese acto inesperado. Gabriel, despacito, tiró hacia arriba para que lo mirara. Lo hizo.
     Gabriel miró sus ojos marrones. Se veía tan vulnerable. Y cada vez lo intrigada más.
     Renato movió su cabeza para apartar el dedo de su profesor de su rostro. El otro lo entendió y alejó el dedo.
—Si estudiaste, ¿por qué hiciste eso? ¿Por lo menos te pusiste a ver los ejercicios?
—¿Para qué? Vi el primer ejercicio y… y se me nubló todo…
—Pero estudiaste.
—¡Sí, dije!
     Gabriel suspiró y volvió a rodear la mesa larga para acercarse a su bolso. La camisa de Gabriel seguía mal abotonada, pero a Renato ya no le causaba gracia. Bueno, eso había creído. Se le escapó una risita que disimuló con una tos fingida.
     El ojiverde sacó una carpeta y la abrió. Tomó una hoja y la puso delante de él. Era la hoja de la prueba de repaso, sin hacer. Eso le sacaron las ganas de reír, al menos por un rato.
    Renato lo miró interrogativamente. Entonces, agarró una lapicera, volvió a rodear la mesa hasta ponerse otra vez al lado del chico y se la entregó. La mirada de confusión de Renato no se fue.
—¿Hago esto y me libro?
—No. Vas a venir a las clases de apoyo igual. Quiero que lo intentés. No importa si te equivocás… Y no te estoy preguntando.
    Renato le sacó la lapicera de un tirón y después bajó la mirada a la prueba.
    Gabriel se lo quedó mirando. Al notarlo, el castaño lo miró de reojo.
—¿Qué?
—Nada, estaba pensando. Voy a ir a hablar con Stefanía. Tengo que decirle que puede que no llegue a su clase.
     Se acercó a la puerta de la sala y…
—¿Va a salir así? —preguntó Renato, tratando de no reír.
—Sí, ¿por? —preguntó Gabriel, confundido, mirando a Renato.
—No, por nada.
    Y le sonrió. Una sonrisa medio rara. Y entonces, salió y Renato rio. Rio mucho.
   No había dado ni dos pasos que unos alumnos que salían de preceptoría y algunos preceptores que pasaron por al lado lo miraron, saludaron y rieron. Pero el Rector no calló.
—Gallicchio, la camisa.
    Renato pudo escuchar desde la sala, y volvió a reír. Intentó tragarse la risa cuando la puerta se volvió a abrir y Gabriel volvía a entrar.
—¿Por qué tan desaliñado, profesor?
—Vos sabías  —le dijo.
   Renato se encogió de hombros, sonriendo. Pero después largó una pedorrata por no querer reírse y apretar los labios, haciendo que se le escapara la risa. 
    Gabriel lo miraba serio, pero entonces Renato lo contagió, y rio. Empezó a desabrocharse la camisa mientras reía, y su rostro se ponía colorado.
    Renato calló al verlo que se reía. Gabriel se estaba riendo con él. Y se estaba desabrochando la camisa en su cara. Trató de concentrarse en la prueba.
    Una prueba que ya lo estaba poniendo nervioso. Estuvo con el primer ejercicio, mirándolo fijamente. En cualquier momento perforaba la hoja. Era una causa perdida. Y no quería preguntarle nada al profesor, ¿para qué? ¿para que le dijera que debía estudiar más?; ¿que era un inútil?; ¿que era un vago?; ¿que para qué venía a la escuela?
      Apenas se fuera su profesor a hablar con la profesora de Literatura, se levantaría y saldría de ahí.
     Gabriel se terminaba de acomodar la camisa y se fijó como cien veces si estaban bien abrochados los botones.
—Estás mirando mucho la puerta —dijo de pronto Gabriel—. Me pregunto por qué.
    Gabriel, realmente, se estaba haciendo el boludo. Los ojos del profesor se fueron entonces a la llave de la puerta, que estaba colgada junto a otras más pequeñas (de cajones y archiveros) y Renato siguió su mirada. Se puso de pie tirando la silla al tiempo que el ojiverde agarraba la llave.
—¡No! —Renato se lanzó hacia delante para sacarle la llave, Gabriel se iba hacia atrás, hacia la puerta, levantando el brazo.
    El chico no se dio por vencido. Saltó hacia delante y hacia arriba para bajarle la mano. Trastabilló y se fueron contra la puerta. Sus narices se chocaron abruptamente, Renato apretaba su cuerpo contra el cuerpo de Gabriel.
—¡Ay!
—¡Au!
      Gritaron de dolor por ese choque.
   Renato no esperaba estar tan cerca de él y se alejó en seguida.
—Creo que podré avisarle con un mensajito —dijo el hombre agarrando el celular del bolsillo delantero de sus jeans negros.
     Renato volvió a sentarse, sin ganas, al tiempo que el profesor rodeaba la mesa y volvía a sentarse enfrente de él.
   Renato miró furioso y concentrado la prueba, mientras se le formaban unas arruguitas en el entrecejo.
   Gabriel no sabía si estaba manejando bien la situación, pero al menos Renato volvió a sentarse y se concentraba en los ejercicios.
    No sabía si estaba manejando bien la situación, pero era divertido ver cómo no lo dejaba salirse con la suya.

Chico problemático // QuallicchioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora