Capítulo 4

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Renato volvió a sentarse, sin ganas, al tiempo que el profesor rodeaba la mesa y volvía a sentarse enfrente de él.
   Renato miró furioso y concentrado la prueba, mientras se le formaban unas arruguitas en el entrecejo.
   Gabriel no sabía si estaba manejando bien la situación, pero al menos Renato volvió a sentarse y se concentraba en los ejercicios.
    No sabía si estaba manejando bien la situación, pero era divertido ver cómo no lo dejaba salirse con la suya.

                                * * *


Capítulo 4

      Era domingo, Renato estaba sentado a la mesa de la cocina, con hojas blancas, marcadores, lápices y lapicera. Empezó a dibujarle algo a Ángela. A ella le encantaba cómo dibujaba y ya le había regalado algún que otro dibujo de su cara.
—¿Estás haciendo una carta para tu enamorada?
    La voz de Bruna hizo que dejara el lápiz a un lado. La chica estaba parada en el umbral de la puerta.
—¿Una carta? ¿Cuántos años creés que tengo?
—No seas bobo. A mí me gustaría que un chico me escribiera una carta de amor.
—Eso es muy cursi, Bruna. Y no es mi enamorada.
—Pero te gusta.
—Sí, me gusta.
—¿Y te da bola?
—Estamos chapando.
—Bueno, una carta no, pero al menos unas palabras lindas.
—No sé  —dijo el chico, frotándose la nuca, dudoso.
—Supongo que algo tenés para decir sobre ella.
—No soy bueno para esas cosas.
—Inténtalo —animó Bruna. —Más tarde voy a la casa de una compañera. Le voy a explicar el tema nuevo de Física, porque no caza una. Unos cuantos chicos más me pidieron y me van a pagar. Cien pesos la hora. ¿Está bien, no? —dijo todo eso mientras se ponía al lado de su hermano.
—¿Una semana de clases y ya te pidieron ayuda?... Y no es necesario que trabajés.
—No me importa. Yo soy buena en la escuela y le saco provecho… Quiero hacer esto. Puede que tenga éxito y me pidan de otros cursos.
      “Deberías venir a las clases de apoyo. En contraturno”. El martes siguiente sería su primera clase, pero que esperara sentado, porque no iba a ir, por más ganas que tuviera. Pensó en la prueba de repaso que todavía el profesor no le había corregido. No quería ver la nota. Ya sabía que había hecho todo mal. Los ejercicios le resultaron complicados, los había hecho como tres veces cada uno, para cerciorarse.  Algunos le habían dado el mismo resultado las tres veces, en otros tuvo que hacer ta te ti. Y su profesor. Su profesor lo ponía nervioso, eso lo complicó todo aún más.
     Bruna se acercó a su hermano por atrás y se agachó para rodearlo con los brazos. Renato le agarró la mano.
—¿Tenés que ir a las casas?
—Son compañeros. Los conozco, Tato, no pasa nada.
—Bueno, está bien…
   Entonces, Bruna lo soltaba y se dirigía a la puerta para salir de la cocina.
—Ayúdame —soltó.
    Bruna se detuvo al escuchar a su hermano y volvió a acercarse a la mesa. Renato miraba la hoja en la que había empezado el dibujo y supo a qué se refería.
   Bruna se sentó al lado de él.
—Pensá en su rostro y escribí lo primero que se te venga a la cabeza.
     Miró la hoja, los ojos de Ángela se le aparecieron en su mente. Ojos delineados con negro. Ojos que se transformaron en ojos verdes, con cejas gruesas, mirada penetrante.
—Ojos que te atraviesan con la mirada. Ojos del color de las hojas verdes de los árboles en verano. —Dijo en un susurro, como en un trance, ni cuenta de que había hablado en voz alta.
    ¿Ojos verdes?, se preguntaba Bruna. ¿Ángela tenía ojos verdes? Bueno, nunca la había mirado de cerca…
     Unos labios gruesos y sonrisa blanca. El mentón con una sombra de barba. Mandíbula fuerte.
—Sonrisa que mueve el mundo.
    Bruna veía que Renato se había quedado tildado, no agarraba la lapicera para escribir, y hasta había cerrado los ojos. Agarró la lapicera ella y empezó a escribir.
   Nariz que se arrugaba al reír.
—Sus arrugas en la nariz al sonreír son… magia.
     Bruna no podía creer que todo eso saliera de su hermano, pero le alegraba y seguía escribiendo.
    Los rulos. Los rulos que enmarcaban su cara como si fuera una obra de arte. Rulos perfectos y tal vez suaves. Se preguntaba cómo se vería si se los desordenaba un poco.
—Sus rulos…
—¿Rulos?
    Ángela no tenía rulos, solo cuando se los hacía ella o se ponía extensiones.
—¿Qué? ¡Nada! ¡Dejá! No, no, no.
—Bueno, me pareció lindo lo que dijiste. A Ángela le va a gustar. ¿Porque te referías a Ángela, no?
—¡Sí, obvio! ¿A quién más? ¡Dame!
    Y agarró la hoja en la que su hermana había anotado lo que había dicho.
    Renato miró eso, dobló la hoja y volvió a concentrarse en el dibujo. Después, agarró un libro de poesía y encontró uno para escribirle.
—Y agrégale unos corazones —aconsejaba Bruna, sirviéndose jugo que había sacado de la heladera—. A las chicas les gusta eso.
—¿Seguro? ¿No será mucho?
—¿Te gusta Ángela?
—¡Sí! —Era linda, buena con él y daba unos muy buenos besos.
—Entonces…
—Está bien… Si decís que le va a gustar…
     Gabriel estaba esperando a que se hiciera la comida y a que llegara Lucía para el almuerzo. Sus padres y hermano estaban sentados en el sofá del living y él se encontraba con Chiara en upa, contándole la canción de un oso cariñoso que se hacía amigo de los niños.
      Alejandro y Lean estaban viendo cómo Gabriel sostenía a Chiara en sus brazos y le cantaba una canción que inventaba en el momento. Tenían miedo de lo mucho que amaba a esa pequeña. La alejaban de él y se moría, estaban seguros de eso. La madre del chico sonreía mientras veía a su hijo tan feliz con la nena.
    Lucía le había inculcado a la pequeña que Gabriel era el padre. Gabriel se sentía dichoso de eso, amaba escucharla llamarlo “papá” o “papi”, la amaba a Chiara con todo su corazón, como si fuera su hija, pero a Lean y a Alejandro no les había parecido bien eso.
—Ella no es tu hija, ¿qué va a pasar si…? —preguntó el padre el día que le había presentado a Lucía y a Chiara.
—Yo soy la pareja de su mamá. Yo soy su padre.                        El padre de Chiara se había largado al enterarse de que Lucía estaba embarazada. Tenía veintiún años él, y ella, diecinueve. Le había dicho que él no estaba preparado para ser padre y la había bloqueado de las redes sociales, no le respondía las llamadas ni mensajes, y de un día para el otro, tampoco lo había encontrado en la casa. Seis meses después, conoció a Gabriel en el profesorado.
     El teléfono de Gabriel y el timbre de la casa empezaron a sonar al mismo tiempo. Atendió el celular con una mano, mientras con la otra alzaba a Chiara y mientras iba a abrir la puerta.
—¡Agus!
      Era Agustín, su mejor amigo de la infancia.
—Tanto tiempo, loquito. Tenemos que vernos.
—Venite a almorzar a casa si querés. Estamos con mis padres, mi hermano, Chiara y Lucía.
    Lucía entró a la casa y le dio un beso en la boca a Gabriel al tiempo que este escuchaba a Agustín.
—No, boludo, estás con tu familia. Pero vénganse al bar. Vamos a tocar con la banda. Consumición gratis para ustedes. Bueno, Gastón no dijo eso, pero lo voy a convencer.
   Gabriel rio.
—Dale, comemos y los convenzo.
—¡Esa, papá! Y traigan plata para la consumición por si no lo convenzo.
   Gabriel cortó la llamada, riendo, y dejó a Chiara en brazos de su madre, luego de que ella saludara a Lean, Alejandro y Liliana.
—Esta hermosura se portó muy bien.
—¡Vimos la Sireita! —contó la nena con su vocecita dulce. Lucía la ayudó a pronunciar “sirenita", y cuando vio que lo había dicho bien, preguntó, con una mirada acusatoria de mentira:
—¿No se quedaron hasta tarde, no?
—¡No, claro que no! ¿No que no? —preguntó Gabriel a la nena y le guiñó un ojo.
—No.
    Todos rieron al ver tal escena.
—¿Y vos, amor? ¿Qué tal ese alumno problemático?
    Gabriel suspiró. Tenía que corregir su prueba para el día siguiente. Esta vez sí la había hecho.
—Tengo que corregirle una prueba. Y a ver si dejan de llamarlo “problemático”, por favor.
—Ay, bueno, perdón.
—¿Qué pasa con él? —Quiso saber Alejandro, que escuchaba todo sentado en el sofá todavía. Lucía se había sentado en un sillón con la pequeña a upa.
—Nada, papá.
—Tu hijo que se distrae por ese chico.
—Tampoco te dije sobre él para que estés pendiente cada hora, Gabriel. Solo era para que estés atento en tus clases.
—Sí, no sé, me preocupa, qué sé yo. La comida.
    Dio media vuelta y fue a la cocina. Él pensaba que no estaba haciendo nada malo en cuanto a Renato y lo de “chico problemático” no lo veía tan así. No podía verlo como un chico problemático cuando no quería verlo a los ojos, o cuando lo miraba con ojos vulnerables, o cuando se reía, especialmente, cuando se reía, cuando se le formaban esos hoyuelos y los ojos se le llenaban de chispa. Iría a seguir pensando en él, por más que le insistieran que no lo hiciera. No lo iría a dejar solo. Las mejillas ardieron ante ese pensamiento y no entendía por qué.
—¿Te ayudo en algo? —preguntó Lucía al entrar a la cocina. Gabriel sacaba del horno la carne con papas que había hecho.
—No hace falta, gracias.
—¿Te enojaste por cómo hablé de tu alumno?
    Gabriel no respondió.
—Sí, te enojaste.
—Ya está, ya fue. Solo que… No lo vuelvas a llamar así.
—Está bien. Si querés llevo las bebidas.
    La voz de Lucía sonaba dolida, él pudo sentirlo. Cuando estaba abriendo la heladera, la agarró del brazo, ella volteó a mirarlo y él la besó en la boca.
—Perdóname.
—No pasa nada. ¿Qué llevo?
—El vino, la soda.

    Más tarde, Renato había terminado su carta para Ángela y la dejó dentro de su mochila para llevarla al colegio y dársela al día siguiente.
    Gabriel y su familia se fueron al bar de Gastón, otro amigo suyo, para ver a la banda, que hacía mucho no tocaba. Gastón tocaba el bajo en la banda y Agustín, el teclado, y también cantaba. El baterista era nuevo y no lo conocía. Pasó una agradable tarde, pero solo quería ir a su casa, corregir la prueba de Quattordio y echarse a dormir. Y ahí estaba, a las diez de la noche, sentado en el sillón con la prueba en la mano, después de terminar con lo que había quedado del almuerzo.
   Revisó la prueba varias veces, sonriendo. Tenía la prueba apoyada en una carpeta. Tomó la lapicera y escribió un siete en la parte superior izquierda de la hoja mientras lanzaba un: “¡Eso, Quattordio!”.

    Al día siguiente, una mañana fresca y hermosa, Renato entraba al colegio un poco avergonzado. Tenía la carta para Ángela en la mochila, pero no se animaba a dársela. De pronto, no sabía si quería entregársela. Ella estaba al lado de él, agarrándolo de la mano. Ya se habían dado una sesión de besos fuera del establecimiento.
    La preceptora tomó lista y luego entró al aula Gabriel. Saludó a todos, puso su valija en el escritorio y sacó la carpeta con la prueba de Renato. El chico miraba sus movimientos desde su asiento. Sabía qué era lo que estaba buscando y no estaba preparado para la mirada de Gabriel por el uno que, seguramente, se había sacado.
    El profesor se acercó a su mesa y le entregó la prueba en la mano. Quedó mirándolo raro cuando vio que le sonreía y volvía a su escritorio. Con las cejas fruncidas vio el gran siete en rojo y luego un “¡Felicitaciones! 😉”. En lápiz decía: “No hago caritas tan bien hechas como las que hace usted, pero quise intentarlo".
     Renato se quedó boquiabierto y luego sonrió un poco. Una sonrisa que desapareció tan rápido que uno podría dudar si había o no sonreído. ¿Cuánto iría a durar esa actitud de su profesor? Solo sería cuestión de tiempo, pensaba Renato. Los profesores nunca son buenos con sus alumnos, o al menos, nunca eran buenos con él.

Chico problemático // QuallicchioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora