Ciudad muerta

7.1K 746 235
                                    

5 de enero de 2021

Tessa

Había pasado un año desde el día en que estalló el caos. Exactamente un año desde que los experimentos de mi padre salieron del laboratorio y arrasaron con todo lo que había en su camino. Afuera, no había nada más que muerte. Estados Unidos se había extinguido casi por completo, pero nosotros no fuimos los únicos en ser atacados. En la tele pasaban nuevos informes a cada rato, y en ellos se comunicaba que ya habían llegado a México y se las habían ingeniado para alcanzar Sudamérica, la cual, en cuestión de días, había quedado devastada.

Durante ese período, los países más pequeños se extinguieron, siendo los primeros en caer. Los H. A. V., tal y como los había denominado mi padre, tomaron por completo aquellos territorios, convirtiéndolos en sus bases de operaciones, hasta que consiguieron moverse hacia sitios más grandes. Lo inquietante era que habían conseguido reproducirse, y lo hacían con una rapidez extrema. No sabía cómo, pero la cantidad de monstruos se incrementaba y el porcentaje de sobrevivientes disminuía cada vez más.

Las esperanzas me fueron abandonando poco a poco, conforme pasaban los días. El único consuelo que me quedaba era mi mamá. Pasamos ese tiempo encerradas en el búnker, teníamos miedo de salir a la superficie y descubrir lo que ya sabíamos que había ocurrido. Veíamos las noticias que, por lo general, nunca eran buenas. Los H. A. V. a esas alturas ya habían tomado más de un tercio de Europa y la totalidad de América. Nuestro territorio había sido reducido a cenizas.

Más de la mitad del mundo era un cementerio.

Mamá y yo éramos las únicas supervivientes, por lo que sabía. Según los reportajes, Los Ángeles ya había sido marcado como perdido. Ya no teníamos nada más que la una a la otra.

Tras unas semanas ocultas en aquel búnker que había construido mi padre, las latas de comida comenzaron a escasear. Tan solo nos quedaba para dos semanas, o tal vez un poco menos, por lo que nos vimos obligadas a salir de nuestro escondite, aun cuando era lo último que deseábamos hacer.

―¿Estás segura? ―pregunté, cuando vi que mi madre tomaba un fusil largo del interior baúl, ese que solo había abierto una vez desde que habíamos llegado―. Es peligroso. ―La angustia y el miedo me sacudieron entera, no podía perderla, a ella no.

Sin responderme, cargó las balas y se colgó el arma al hombro izquierdo. Su ceño estaba fruncido y sus labios apretados con decisión. Saldría y no podría detenerla. Y, lo que era peor, me había prohibido ir con ella.

―Necesitamos más comida. No puedo dejar que se nos acaben las provisiones ―musitó mientras tomaba una mochila de debajo de la cama y se la colgaba a sus espaldas―. Volveré pronto, prometo que no me alejaré mucho.

No pude decir ni una sola palabra, antes de que me besara la cabeza al pasar por mi lado y se dirigiera a la escotilla.

No sin esfuerzo, abrió la pesada puerta de metal y se paró en el umbral antes de cerrarla, dirigiéndome una mirada cargada de advertencia y con una promesa impresa: volvería, tenía que hacerlo.

Por unos segundos, observé la abertura tras la cual mamá había desaparecido, dejándome en compañía de un profundo silencio. Quería seguirla, pero no sabía la codificación para poder salir. Mamá no me la había dicho porque creía que no era necesario. Teníamos la esperanza de jamás enfrentarnos al exterior, aun cuando sabíamos que era inevitable. En algún momento las latas se acabarían y tendríamos que ir por más. La pregunta era, ¿qué comeríamos si no había nada que pudiéramos rescatar de entre las ruinas?

Luego de tres horas, ella aun no volvía. Me estaba comenzando a poner cada vez más nerviosa; mis uñas no eran más que astillas de tanto mordérmelas, y no podía dejar de mirar la entrada, esperando a que se abriera y me mostrara la silueta de mi madre. Era la única que me mantenía con fuerza en este infierno. Era mi pilar; no podía desmoronarse.

1. La extraña ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora