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1 de diciembre de 2022

Tessa

Recosté mi cabeza sobre la almohada y miré al techo. Alex se había quedado conmigo, parado en una esquina de la habitación. No me había dirigido la palabra, pero tampoco me había abandonado. Ambos pensábamos en la amplia cadena de posibilidades que se extendía ante nosotros. Yo sería completamente capaz de curar a alguien, pero, sin la ayuda de los otros trece, corría el riesgo de morir, y esta vez no habría vuelta atrás. Aunque, tampoco sabía a ciencia cierta si, aun cuando trabajáramos en conjunto, sobreviviríamos todos.

Maldito genio.

―¿Estás bien? ―me preguntó Alex, al cabo de un rato.

Tuve que carraspear antes de contestar:

―No, pero lo estaré.

Volvimos a sumirnos en un silencio incómodo. Le habría pedido que me ayudara a bañarme, pero mis piernas aún temblaban por la conmoción.

Mi mente trabajaba a mil por hora. Su ambición había sido tan grande que les había hecho lo mismo a otros trece niños que sufrían y que no tenían idea de lo que les pasaría. Era fácil imaginarlos pidiendo ayuda cuando el suero rompía sus células y las reemplazaba por otras nuevas, el dolor agobiante y la incertidumbre de si volverían a abrir los ojos cuando todo acabara. Los veía encerrados en aquellas cápsulas mientras los científicos los observaban gritar y retorcerse, mientras rogaban para que no murieran como los anteriores.

Traté de imaginar a los siguientes, inmiscuirme en la mente de mi padre, pensar como él para llegar a sus más oscuras elucubraciones. Quise, pero no pude. Sentía un miedo increíble de sumirme tanto en él y que eso me llevara a ser igual o peor. Odiaba la simple idea de convertirme en él.

―Oye, oye, Tess ―me llamaba Alex, pero no lo escuchaba―. ¿Qué sucede?

No me había dado cuenta de cuánto había cambiado mi respiración, hasta el punto de cerrarme los pulmones por completo.

No pude responderle. La única imagen que visualizaba era yo junto a mi padre, aprendiendo de él y de sus andanzas despreciables y egoístas. Yo no quería ser así, y empecé a repetirlo en voz alta en palabras apenas entendibles.

―Amor, respira. Tranquilízate.

―Escúchame. Concéntrate en mi voz. No eres como tu padre ni jamás lo serás, lo que hizo no es tu culpa ni mucho menos tu responsabilidad. Quédate conmigo.

La fuerza y la determinación con la que me sostenía me calmaron poco a poco, junto a los besos que depositaba en mis sienes y mis párpados. Traté de normalizar mi respiración hasta que solo quedó una leve molestia en el pecho.

Unas horas después, luego de que me suministraran unas medicinas para el dolor, entré en el cuarto de baño. Tuve que maniobrar para quitarme el ambo del hospital, el cual dejé caer al suelo en una esquina, antes de alzar la vista y encontrarme con un espejo rectangular anclado a la pared, lo suficientemente grande como para verme por completo.

Lo que encontré no fue para nada lindo. Burdas cicatrices enrojecidas y de aspecto calloso se extendían por mi piel, como si me hubieran caído cuatro rayos juntos. La incógnita era por qué aún no sanaban. Quizás el proceso era más largo cuanto más severa era la herida. De igual forma, estaba viva, y eso era lo único que importaba.

Me metí en la ducha bajo el agua caliente, ignorando el escozor de mi piel lastimada. Traté de dejar la mente en blanco y de disfrutar la calidez hasta que dejara de oler como un simio.

―¿Tess? ―preguntó Alex desde afuera.

―Ya termino.

―Kara está aquí, te ayudará con la ropa ―informó―. Me iré unos minutos a la base, ¿está bien?

1. La extraña ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora