Refugio

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Oregón

12 de enero de 2022

Tessa

Cuando llegamos a nuestro destino, la noche ya había caído y la tormenta había cesado casi por completo, ahora solo eran pequeñas gotas. Hacía mucho frío y me estaba congelando. Mi cuerpo seguía húmedo luego de lo ocurrido kilómetros atrás y no conseguía entrar en calor. Había estado escondiendo mi castañeo porque no quería incomodar a nadie, pero Carter sentía mis espasmos y ya comenzaba a ponerse nervioso.

—¿Estás bien? —me preguntó, después de horas de silencio—. Estás helada.

Dibujé una débil sonrisa y me encogí aún más, abrazando mis rodillas contra mi pecho. Inexplicablemente, mi mirada se dirigió hacia el espejo retrovisor, donde unos brillantes ojos café me observaban con cautela.

—Es hipotermia —dijo Alex, con la voz sorprendentemente suave—. Carter, cúbrela —ordenó.

Inmediatamente, los brazos del chico de ojos grises me rodearon. Estaba tibio y eso me reconfortó. Sus dedos acariciaron mi brazo de arriba a abajo con rapidez hasta que por fin dejé de temblar.

Alcé la vista y miré a través del parabrisas. En el medio de la oscuridad, no me había percatado del enorme muro que se elevaba entre la frondosidad del bosque. Parecía de metal y en lo más alto había una especie de cadena que de vez en cuando soltaba un destello azulado. Todo —porque no podía ser únicamente la parte superior— estaba electrificado. Al ver aquello, me embargó una enorme sensación de seguridad.

Stephanie sacó un dispositivo de la guantera y pulsó el botón rojo. El sonido de la estática llenó el aire, el cual pronto fue reemplazado por una voz varonil:

Torre de control. ¿Reporte?

—Una sobreviviente. Todos estamos aquí —respondió Alex. Se pasó la mano por el cabello, levantándolo hacia arriba y despeinándolo un poco—. Abre la puerta, Max.

Una risa gutural se escuchó antes de que la comunicación se cortara. ¿Puerta? ¿Acaso abriría todo el maldito muro? Para mi sorpresa, un rectángulo apenas más grande que el Jeep se apartó para darnos acceso. Alex aceleró, adentrándonos en el refugio, seguros y a salvo. Un suspiro se me escapó mientras volteaba a ver cómo aquella abertura se cerraba, camuflándose en el muro, como si nunca hubiera estado ahí.

Contrario a lo que había creído, Alex continuó avanzando unos kilómetros más hasta llegar a otro cercado. Este era una especie de muro combinado con rejas, solo que estas no estaban electrificadas. Un pitido nos hizo saber que se abría y un hombre vestido con un uniforme militar la sostuvo para que pudiéramos ingresar. Cuando pasamos junto a él, le hizo una seña a Alex, el típico saludo de los militares, y cerró la verja tras nosotros. Seguimos un trecho hasta que Alex estacionó el todoterreno, sacó las llaves y se apeó. Al imitarlo, tuve que abrazarme a mí misma cuando una corriente de viento me azotó de lleno. Por supuesto, Carter no iba a ser mi armadura humana contra el frío.

Observé a Andrew ayudar a Kara. Ella le sonrió tiernamente y depositó un beso en sus labios.

—Puedo sola —dijo y bajó la pierna herida—. No está tan mal —aseguró cuando las manos de su novio la sujetaron por la cintura. Avanzó a cuestas hacia donde me encontraba y me pasó el brazo sobre los hombros—. Debes estar muriendo de frío. Entremos.

—¿Dónde estamos? —le pregunté, titiritando. Alzó una ceja, como diciendo «¿Es en serio?» Quizá no me había quedado tan claro.

—Esta es la base militar. Estás a salvo —prometió.

1. La extraña ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora