6 de junio de 2022
Tessa
Al salir del edificio, me sentía pesada, como si cargara con una mochila horriblemente grande. Esa visita me había costado un gran autocontrol, había estado a segundos de ponerme a gritar delante de él, berrear como bebé y preguntarle, —o reclamarle—, por qué me había hecho pasar por todo aquello si muy en el fondo sabía que yo no era malvada. Gracias a Dios no lo había hecho o me habría visto más patética de lo que ya era.
Una vez, cuando era pequeña, había tenido una pelea con la que era mi amiga en la escuela primaria. Ella me había llamado idiota porque creía que le había robado su estuche de anteojos, algo que jamás habría hecho dada su condición de la vista. Discutimos, nos enojamos y casi nos agarramos de las mechas. Al llegar a casa, mamá me explicó que, a veces, las personas actuaban de esa forma porque querían tener la razón, que abrirse a otras posibilidades era impensable y que, cuando se daban cuenta, era demasiado tarde. Ya la tormenta ha caído, el daño está hecho y repararlo es un camino duro. A mamá le gustaba definirlo como «ir cuesta arriba». Cuando Jenna, mi amiga, se arrastró para pedirme disculpas, yo no la perdoné. Necesitaba que me demostrara con hechos que realmente lo sentía. ¿Por qué será que jamás volvimos a hablar? El orgullo vuelve idiotas a las personas. Para ella no era lo suficientemente importante y me había tratado como si fuera una muñeca más con las que jugaba.
Alexander era uno de esos escaladores en la montaña. Tenía que recorrer una larga cuesta arriba, casi del tamaño del Everest, para volver a ganarse mi confianza, y empezaba a resbalarse sin siquiera haber comenzado el trayecto. En su momento, él también había intentado disculparse. Pero no era idiota, sabía que no iba a conseguir nada de esa forma. Si él no movía sus fichas, si no me demostraba con acciones que lo sentía —cosa que no estaba viendo que hiciera—, entonces no merecía mi perdón.
Frené un momento y miré hacia atrás, esperando por un ínfimo segundo que las puertas se abrieran y él apareciera. Pero eso no iba a suceder, tenía que dejar de soñar. La vida no era un cuento de hadas y de princesas hermosas que podían tener lo que quisieran con tal de pedir un deseo. Mi realidad era muy diferente y ya iba siendo hora de que la aceptara.
Suspirando, caminé a paso rápido hasta el edificio de habitaciones. Con suerte, Kara seguiría dormida, acurrucadita entre las mantas y soñando con ositos. Claramente, no fue eso lo que encontré. Mi mejor amiga estaba totalmente despierta y preocupada, como la noche anterior.
―¿Estás loca? ¿Ahora tu pasatiempo es desaparecer y aparecer cuando se te da la gana? ―exclamó, fuera de sí.
La observé, confundida.
―Solo fui a entrenar.
―¿A las cinco de la mañana?
―Nadie molesta a esa hora.
―Da igual, Tessa. Tienes que ser más consciente. No puedo perderte otra vez.
―No me pasará nada, Kara. Relájate.
Ella, todavía furiosa, asintió con la cabeza. Como no podía ser de otra manera, me tendió una taza de chocolate humeante y nos sentamos a la mesa. Me dedicó una débil sonrisa y bebió un sorbo. Siempre se le pasaba el enojo con rapidez, eso si el Karmonstruo no aparecía, y yo lo hacía salir bastante esos días.
―¿Por qué no te das una ducha caliente? Tenemos un par de horas antes de la celebración ―informó.
Bajé la taza y la miré, confusa.
―¿Qué celebración? No es ningún día festivo ―dije, olvidando por un momento todo lo sucedido.
―Es una despedida a los muertos. ¿No lo sabías?
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1. La extraña ©
Science FictionAlgunos años atrás, la sociedad funcionaba de manera relativamente normal. La gente caminaba por las calles hablando, riendo, sin otra preocupación que tener comida rica en la mesa, comprarse ropa de temporada o tratando de que los bandidos no les r...