Aléjate

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14 de agosto de 2022

Tessa

Habían pasado cinco días. Cinco días de mísera existencia, en los cuales apenas había podido reconocerme. Demasiadas preguntas rondaban mi cabeza, el rompecabezas se había ampliado; lo único en lo que podía pensar era en qué era real y qué no. Kara había intentado animarme durante el primer día, luego le pedí que dejara de insistir, solo quería volverme ermitaña y dejar que mis emociones se desplegaran; correr hasta que los músculos me escocieran y me diera jaqueca.

Había evitado a todos aquellos a quienes apreciaba. No quería que me vieran así: desmoronada, rota y furiosa. Prefería pasar mis tardes y noches, incluso madrugadas, merodeando por el bosque. A veces pedía permiso y salía a visitar a Ray. Le contaba de mi día, de mi familia fallida y de lo atrapada que me sentía. Imaginaba su brazo alrededor de mis hombros mientras me consolaba y me hacía bromas malas para que cambiara la cara. Odiaba sentirme así, como una bomba a punto de explotar.

Necesitaba correr, golpear, sudar... todo lo que pudiese mantener mi mente alejada de las cosas deprimentes, a pesar de que no las solucionara.

Estaba en uno de los campos de entrenamiento, corriendo alrededor de la extensión de hierba, mis piernas quemaban, las gotas de sudor me caían por todo el rostro y me costaba respirar, pero no iba a detenerme. Cada vez que pensaba en hacerlo, me imaginaba a mi padre frente a mí, riéndose de mi horrible apariencia, de mi ADN, y más rabia me daba, por lo que aumentaba la velocidad. De mi garganta brotó un gruñido voraz que se perdió en el viento.

Eran las seis de la mañana de un miércoles y faltaba poco para que el resto del Primer Comando llegara a las prácticas matutinas. Desde que me había descontrolado, había tenido que delegarle a Alex, de nuevo, parte de mi responsabilidad como entrenadora. Él lo había entendido, sorpresivamente, pero no dejaba de insistir en que volviera, en que yo era la única que podía entrenarlos de la forma que necesitábamos, por lo que tendría que irme apenas sonara la alarma en mi teléfono que se encontraba sobre la tarima de madera.

¿Estaba huyendo? Sí, por supuesto. No quería que nadie me viera de esa forma, tan vulnerable y peligrosa. No quería darles otro motivo para pensar que era una amenaza. Tampoco quería darle a Alex el empujón para seguir hablándome, no me había disculpado aún y era complicado teniendo en cuenta las circunstancias.

Frené en seco cuando el sonido de unas campanillas se alzó en el silencioso valle. Era hora de largarme. Resollando, me acerqué a recoger mis pertenencias e inicié el descenso por el camino de tierra. Divisé a lo lejos las cabezas de mis compañeros y me desvié para que no me viesen y no interrumpieran mi mal humor mañanero, que ya comenzaba a ser diario. Sin embargo, la mala suerte me perseguía, pues Alex cruzó su mirada con la mía y se acercó decidido, con la intención brillando en sus ojos. Y, por más que quisiera y me repitiera millones de veces que debía alejarme de él, era incapaz de hacerlo.

―Buenos días.

―Hola.

Por las mañanas, era antinaturalmente más guapo que de costumbre. No debía peinarse al levantarse, se lo acomodaba y ya, lo que le daba un aspecto despreocupado más allá de su puesto como comandante. Y ni hablar de la ropa... que remarcaba a la perfección cada músculo de su cuerpo, esos mismos que había tenido la gracia de ver hacía meses. Mordí mi labio inferior ante esos codiciosos pensamientos. ¿Acaso me había vuelto loca o sexualmente necesitada? Eso parecía. No podía mirarlo sin evocar esos recuerdos, y él lo notaba.

―¿Cómo estás? ―preguntó en un susurro. Fui consciente de que sus ojos descendían hasta mis labios y la respiración se me cortó―. ¿Sigues sin ánimos de acompañarnos?

1. La extraña ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora