Ella había saltado sin miedo a mi mundo, se había sumergido en mi oscuridad sin vacilar, dispuesta a enfrentar todo por mí. Y yo, dispuesto a desafiar al mundo entero por ella. No había piedra bajo la cual no miraría, no había esquina del mundo adonde no viajaría. La encontraría, costara lo que costara. Porque Athenea no era solo la mujer que amaba; era mi guerrera, mi luz, mi vida entera. En mi búsqueda, los límites entre el bien y el mal se volvían borrosos. Pero nada de eso importaba. Solo recuperar a Athenea, asegurarme de que estuviera segura y devolverle la luz que ella me había dado. Esa era mi misión. La venganza contra aquellos que nos habían separado sería implacable, pero mi foco permanecía inalterable: Athenea era mi fin, mi medio, mi todo.