¿Qué pasaría si un día descubrieras que, en realidad, eres hijo de un dios griego que debe cumplir una misión secreta? Eso es lo que le sucede a Mayven Monroe, que a partir de ese momento se dispone a vivir los acontecimientos más emocionantes de su...
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Balneario (Parte dos)
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—¡Bienvenidos! —dijo una mujer que sostenía un sujetapapeles.
Parecía una azafata: traje azul marino, maquillaje impecable y cabello recogido en una cola de caballo. Nos estrechó la mano en cuanto pisamos el muelle. Por la deslumbrante sonrisa que nos dedicó, uno habría creído que acabábamos de descender del Princesa Andrómeda, no de un bote de remos bastante maltrecho.
Pero ya digo que la nuestra no era la única embarcación extraña del puerto. Además de una buena colección de yates de recreo, había un submarino de la marina norteamericana, muchas canoas de troncos y un antiguo barco de vela de tres mástiles. Había también una pista para helicópteros, con un aparato del Canal 5, y otra para aviones en la que se veía un jet ultramoderno junto a un avión de hélice que parecía un caza de la Segunda Guerra Mundial. Quizá eran réplicas para que las visitaran los turistas, o algo así.
—¿Es la primera vez que nos visitan? —preguntó la mujer del sujetapapeles.
Percy y yo nos miramos.
—Hummm… —dijo Percy.
—Primera… visita… al balneario —dijo la mujer mientras lo anotaba—. Veamos… Nos miró de arriba abajo con aire crítico.—Hummm… Para empezar, una mascarilla corporal de hierbas para la dama. Y desde luego un tratamiento completo para el caballero.
—¿Qué? —dije.
Ella estaba demasiado ocupada tomando notas para responder.
—¡Perfecto! —dijo con una animada sonrisa—. Estoy segura de que C. C. querrá hablar con ustedes personalmente antes del banquete hawaiano. Por aquí, por favor.
Ese era el problema: que Percy y yo ya nos habíamos acostumbrado a que nos tendieran trampas. Y normalmente esas trampas tenían al principio buen aspecto. O sea que ya me esperaba que la mujer con el sujetapapeles de repente se convirtiera en una serpiente, un demonio o algo así. Pero, por otro lado, llevábamos casi todo el día flotando en un bote de remos. Estaba acalorada, cansada, hambrienta y con malestar, y cuando aquella mujer mencionó un banquete hawaiano, mi estómago se sentó sobre sus patas traseras y empezó a jadear como un perro con la lengua fuera.