Chapter Forty Three

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Transporte animal (parte uno)

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Transporte animal (parte uno)

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El dios de la guerra nos esperaba en el aparcamiento del restaurante.

— Bueno, bueno —dijo—. No os han matado.

— Sabías que era una trampa — espeto Percy.

Ares sonrió maliciosamente.

Durante todo el camino lo pensé bien. No podía hacerle daño a un dios.. no físicamente al menos. Pero, si logro meterme en su mente y ver a lo que le teme.. eso sería otra cosa. Por el momento solo lo molestaría con el tema de su huida.

— Seguro que ese herrero lisiado se sorprendió al ver en la red a un par de críos estúpidos. Dan el pego en la tele, chavales.

Percy le arrojó su escudo, antes de decir:

—Eres un cretino.

— Uno que huye de un herrero —completé

Annabeth y Grover contuvieron el aliento.

Ares agarró el escudo y lo hizo girar en el aire como una masa de pizza. Cambió de forma y se convirtió en un chaleco antibalas. Se lo colocó por la espalda.

— ¿Ven ese camión de ahí? —señaló un tráiler de dieciocho ruedas aparcado en la calle junto al restaurante—. Es vuestro vehículo. Os conducirá directamente a Los Ángeles con una parada en Las Vegas.

El camión llevaba un cartel en la parte trasera, que pude leer sólo porque estaba impreso al revés en blanco sobre negro, una buena combinación para la dislexia: «amabilidad internacional: TRANSPORTE DE ZOOS HUMANOS. PELIGRO: ANIMALES SALVAJES VIVOS.»

— Estás de broma —dijo, Percy.

— Lo que faltaba —refunfuñe.

Ares chasqueó los dedos. La puerta trasera del camión se abrió.

— Billetes gratis, pringados. Dejen de quejarse. Y aquí tienes estas cosillas por hacer el trabajo.

Sacó una mochila de nailon azul y la lanzó hacia Percy. Contenía ropa limpia para todos, veinte pavos en
metálico, una bolsa llena de dracmas de oro y una bolsa de galletas Oreo con relleno doble.

— Y esto es para tí, muñeca —lanzó una cajita de terciopelo blanca del tamaño de mi antebrazo, en medio de la tapa una paloma estaba grabada en oro—. Te lo manda ella.

— No quiero tus cutres… —contestamos al unisono, Percy y yo.

— Gracias, señor Ares —saltó Grover, la rubia me dedicó su mejor mirada de alerta roja—. Muchísimas gracias.

Me rechinaron los dientes. Probablemente era un insulto mortal rechazar algo de un dios, pero no quería nada que Ares hubiese tocado. A regañadientes, guarde la caja en el bolsillo de mi mochila –la tome en el camino a la salida del parque–. Sabía que mi ira se debía a la presencia del dios de la guerra, pero seguía teniendo ganas de aplastarle la nariz de un puñetazo.

Miré el restaurante, que ahora tenía sólo un par de clientes. La camarera que nos había servido la cena
nos miraba nerviosa por la ventana, como si temiera que Ares fuera a hacernos daño. Sacó al cocinero
de la cocina para que también mirase. Le dijo algo. Él asintió, levantó una cámara y nos sacó una foto.

«Genial —pensé—. Mañana otra vez en los periódicos.» Ya me imaginaba el titular: «Delincuentes juveniles propinan  paliza a motorista indefenso.»

— Me debes algo más —le dijo Percy a Ares—. Me prometiste información sobre mi madre.

— ¿Estás seguro de que la soportarás? —Arrancó la moto—. No está muerta.

¿Qué?

Al principio creí que mi mente estaba jugando conmigo. Que la sensación que siento cada vez que alguien cercano a mi muere no había aparecido porque no conocía de mucho tiempo a Sally... Yo de verdad creí que había muerto.

— ¿Qué quieres decir? —preguntó, Percy.

— Quiero decir que la apartaron de delante del Minotauro antes de que muriese. La convirtieron en un resplandor dorado, ¿no? Pues eso se llama metamorfosis. No muerte. Alguien la tiene.

Ay, no puede ser.

— ¿La tiene? ¿Qué quieres decir?

Ares me miró y sonrió malicioso. Luego le dijo a Percy — Necesitas estudiar los métodos de la guerra, pringado. Tú amiguita ya lo imagina, pero igual te lo diré: rehenes… Secuestras a alguien para controlar
a algún otro.

— Nadie me controla.

El inmortal se rió.

— ¿En serio? Mira alrededor, chaval.

— Eres bastante presuntuoso, señor Ares, para ser un tipo que huye de estatuas de Cupido.

Tras sus gafas de sol, el fuego ardió. Sentí un viento cálido en el pelo.

— Volveremos a vernos, Percy Jackson. La próxima vez que te pelees, no descuides tu espalda.

Aceleró la Harley y salió con un rugido por la calle Delancy.

— Eso no ha sido muy inteligente, Percy —dijo Annabeth —. Tú tampoco te libras, Mayven.

— Me da igual —dijo, Percy.

— Me vale —comenté.

— No quieren tener a un dios de enemigo. Especialmente ese dios.

—Eh, chicos —intervino Grover—. Detesto interrumpiros, pero…

Señaló al comedor. En la caja registradora, los dos últimos clientes pagaban la cuenta, dos hombres vestidos con idénticos monos negros, con un logo blanco en la espalda que coincidía con el del camión: «amabilidad internacional.»

— Si vamos a tomar el expreso del zoo —prosiguió Grover—, debemos darnos prisa.

No me gustaba, pero no teníamos opción. Además, ya había tenido suficiente Denver. Cruzamos la calle corriendo, subimos a la parte trasera del camión y cerramos las puertas.

Lo primero que me llamó la atención fue el olor. Parecía la caja de arena para gatos más grande del mundo.
El interior del camión estaba oscuro, hasta que Percy destapó a Anaklusmos. La espada arrojó una débil luz broncínea sobre una escena muy triste. En una fila de jaulas asquerosas había tres de los animales de zoo más patéticos que había visto jamás: una cebra, un león albino y una especie de antílope raro.

Alguien le había tirado al león un saco de nabos que claramente no quería comerse. La cebra y el antílope tenían una bandeja de polispán de carne picada. Las crines de la cebra tenían chicles pegados, como si alguien se hubiera dedicado a escupírselos. Por su parte, el antílope tenía atado a uno de los cuernos un estúpido globo de cumpleaños plateado que ponía: «¡Al otro lado de la colina!»

Al parecer, nadie había querido acercarse lo suficiente al león, y el pobre bicho se removía inquieto sobre unas mantas raídas y sucias, en un espacio demasiado pequeño, entre jadeos provocados por el calor que hacía en el camión. Tenía moscas zumbando alrededor de los ojos enrojecidos, y los huesos se le marcaban.

— ¿Esto es amabilidad? —exclamó Grover—. ¿Transporte zoológico humano?

Seguro que habría salido otra vez a sacudirles a los camioneros con su flauta de juncos, y desde luego yo le habría ayudado, pero justo entonces el camión arrancó y el tráiler empezó a sacudirse, así que nos vimos obligados a sentarnos o caer al suelo.

Daughter of Shadows || PJO Donde viven las historias. Descúbrelo ahora