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BETH

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BETH

Después de haber pasado por mi casa para alistarme y asistir a la academia, Asher y yo nos fuimos juntos en el autobús escolar. Al llegar, no tuvimos tiempo de conversar porque teníamos escasos minutos para entrar a nuestras respectivas aulas.

Nos separamos y tomamos distintos pasillos. De camino al aula, mi mente reflexionó sobre su comportamiento durante la mañana. Vale, ya estábamos reconciliados y volvíamos a llevarnos bien, pero había algo que no encajaba entre lo que me decía y lo que parecía no querer decir, porque lo conocía de toda la vida y conocer a alguien desde hace tantos años te da la seguridad de notar en qué momentos te miente y en qué situaciones te evade. Según mi percepción, Asher me estaba ocultando algo y evitaba hablar de ello por alguna razón que no comprendía.

No quise darle tanta importancia, o al menos intenté no hacerlo, porque necesitaba total concentración en las clases. En este momento, no podía darme el lujo de sacar malas notas cuando quedaban escasos meses para terminar el último año de secundaria y asistir a la universidad.

Tenía claras varias cosas en mi relación con Asher; la número uno era que no podía estar peleada con él porque no quería perderlo jamás. La número dos era que, ahora que estábamos bien y volvíamos a ser los amigos de siempre, no quería que eso cambiara. Así que reprimiría todos mis sentimientos hacia él y me olvidaría de tener algún día una oportunidad de salir juntos, porque eso jamás pasaría y tenía que aclarárselo a mi corazón de una vez por todas.

Así empezó mi día miércoles. Durante las clases de la mañana estuve tomando notas y entregando actividades de cada una de las materias. Debo admitir que no me sentía completamente bien; todavía seguía sufriendo los efectos contradictorios del alcohol. Me dolía la cabeza, mi estómago se sentía dolorido y revuelto, y encima de todo eso cargaba un aspecto fatal: las ojeras visibles por no haber dormido bien, la palidez en mis mejillas y mi desaliñado cabello atado en una coleta dejaban un mensaje claro a quien fuera que posara su mirada sobre mí: «Está chica se portó muy mal anoche. ¿Ya la vieron?».

Si no me hubiera sentido adormilada, les habría dicho a todos que se metieran en sus propios asuntos y dejaran de mirarme con tanta sospecha. Odiaba sentirme observada por esos ojos juzgadores, pero ni siquiera tenía la energía suficiente para levantar la voz al participar en clase, así que simplemente me quedé callada y mantuve la vista fija en mi cuaderno.

Al dar el mediodía, la pastilla que me había tomado comenzó a hacer efecto en mi cuerpo y pronto dejé de sentirme cansada y agotada. Volví a ser la misma de siempre y me olvidé de esa Elizabeth que había perdido la cabeza por un chico y cometió locuras sin sentido.

El timbre sonó en lo alto de los pasillos, a través de los altavoces, indicándole a docentes y alumnos que los treinta minutos de receso comenzaban de inmediato. Los maestros nos permitieron salir, y en cuestión de escasos minutos las aulas quedaron vacías. La mayoría de los estudiantes se dirigieron al gran comedor para almorzar. Ese día, las cocineras habían preparado hamburguesas, papas fritas y ensaladas que, entre comillas, eran saludables.

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