Capítulo 58: La Muralla de Dolor

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Los días pasaron lentamente en el Red Keep, pero el tiempo no parecía traer consuelo. La herida en el corazón de Lucenya era demasiado profunda, y el abismo entre ella y Aegon se hacía más grande con cada día que pasaba. Aunque él intentaba acercarse, sus esfuerzos siempre se encontraban con una barrera invisible, construida con el dolor y el trauma de lo sucedido.

Lucenya apenas hablaba con Aegon. Su mirada, antes llena de ternura por su esposo, ahora estaba vacía cuando lo veía. Cada intento de tocarla, incluso un roce en el hombro, provocaba que ella se retirara con un sobresalto, como si el contacto físico la quemara. Aegon estaba desesperado, pero no podía forzarla. El rey, tan acostumbrado a ejercer control, se encontraba completamente impotente frente al dolor de su esposa.

Una noche, Aemond entró al salón donde Lucenya estaba sentada frente a la chimenea, con Jaehaera dormida en su regazo. Aemond siempre había sido más reservado, pero su presencia ahora era un pilar para Lucenya. Desde el incidente, él había asumido un papel protector hacia ella, siempre atento, siempre dispuesto a escucharla sin juicio.

-¿Puedo sentarme?- preguntó con su tono bajo y tranquilo.

Lucenya asintió sin mirarlo, sus dedos acariciando suavemente el cabello de Jaehaera. Aemond tomó asiento a su lado, dejando un espacio prudente entre ellos. No dijo nada al principio, simplemente esperó, dejando que el silencio hablara por ambos.

-Es difícil, Aemond.- murmuró finalmente.- Todo. Estar aquí, con estos recuerdos... mirar a Aegon. Todo me recuerda esa noche.

Aemond asintió, su mandíbula apretada. Era raro ver emociones en él, pero en ese momento, su rostro estaba marcado por una mezcla de tristeza y una furia contenida. Había escuchado lo que había sucedido y sabía que las palabras no podían aliviar el peso que Lucenya llevaba.

-Lucenya.- dijo después de un rato, su voz firme pero suave.- no tienes que enfrentarlo sola. Estoy aquí. Siempre lo estaré.

Ella lo miró por primera vez en horas, y aunque sus ojos estaban llenos de lágrimas, había un destello de gratitud. Aemond no la miraba con pena ni con lástima, sino con una comprensión profunda y sincera.

Fue en ese momento que Lucenya hizo algo que no había hecho desde aquella noche: se permitió descansar en alguien. Apoyó su cabeza en el hombro de Aemond, cerrando los ojos mientras las lágrimas caían silenciosamente. Aemond, sin dudar, colocó una mano en su hombro, respetando su espacio pero asegurándole que no estaba sola.

Aegon observaba desde las sombras cómo Lucenya parecía encontrar consuelo en su hermano. Cada vez que veía a Aemond y Lucenya juntos, una mezcla de celos y tristeza lo consumía. ¿Por qué podía aceptar a Aemond, pero no a él? Era una pregunta que le atormentaba día y noche, pero en el fondo, sabía la respuesta: él representaba todo lo que ella había perdido.

Una tarde, Aegon intentó acercarse nuevamente. Encontró a Lucenya en los jardines, sentada bajo un árbol mientras Jaehaera jugaba cerca. La luz del sol iluminaba su rostro, pero su expresión seguía siendo distante.

-Lucenya.- dijo, manteniendo su distancia.- ¿podemos hablar?

Ella lo miró brevemente, pero no respondió. Aegon dio un paso más, intentando no ser invasivo.- Sé que no puedo cambiar lo que pasó. Pero quiero estar aquí para ti, para Jaehaera... para nosotros.

Lucenya lo interrumpió, su voz cortante como un cuchillo.- No puedo, Aegon. No puedo mirarte sin recordar lo que perdimos. No puedo sentir tus manos sin pensar en las de ellos. Lo siento, pero no puedo.

Aegon dio un paso atrás, herido por sus palabras. Pero no insistió. Sabía que forzarla solo empeoraría las cosas.

Con el tiempo, la cercanía entre Lucenya y Aemond se fortaleció. Él era el único que podía estar cerca de ella sin que se estremeciera, el único en quien confiaba lo suficiente como para dejar que la tocara. Incluso pequeños gestos, como tomar su mano para ayudarla a levantarse o sostener a Jaehaera mientras ella descansaba, se convirtieron en un alivio para Lucenya.

Aemond, por su parte, nunca cruzó un límite. Su relación con Lucenya era respetuosa, casi fraternal, aunque en su interior sentía una profunda admiración y afecto por ella. Pero sabía que cualquier movimiento más allá de lo permitido sería una traición a Aegon, y aunque su relación con su hermano era tensa, no estaba dispuesto a cruzar esa línea.

Sin embargo, los rumores comenzaron a surgir en la corte. Los murmullos de los sirvientes hablaban de la conexión entre Aemond y Lucenya, de cómo el príncipe parecía reemplazar al rey en los momentos más íntimos. Aegon escuchó esos rumores, y aunque intentaba ignorarlos, cada vez que veía a Lucenya y Aemond juntos, no podía evitar sentir una punzada de duda y celos.

Una noche, después de beber más de lo usual, Aegon confrontó a Aemond en la sala del trono. El ambiente estaba cargado de tensión, y los pocos sirvientes presentes se retiraron rápidamente al sentir el choque entre los hermanos.

-¿Qué estás haciendo con mi esposa?- preguntó Aegon, su tono cargado de amargura.

Aemond lo miró con frialdad, su parche cubriendo el ojo izquierdo, pero su único ojo visible brillando con una mezcla de desafío y compasión. -No estoy haciendo nada, Aegon. Solo estoy siendo lo que tú no puedes ser para ella en este momento: un apoyo.

Aegon se acercó, tambaleándose ligeramente.- ¡Ella es mi esposa! ¿Crees que puedes ocupar mi lugar? ¿Crees que puedes entender lo que siento?

Aemond dio un paso al frente, su postura firme.- No intento ocupar tu lugar, Aegon. Pero alguien tiene que estar ahí para ella, y tú estás demasiado consumido por tu propia rabia como para verlo.

Las palabras de Aemond golpearon a Aegon como una daga. Pero en el fondo, sabía que eran verdad. Había perdido a Lucenya, no solo por lo que le había pasado, sino por su incapacidad de manejar su propio dolor.

Y mientras ambos hermanos se miraban fijamente, el futuro de la familia Targaryen parecía pender de un hilo, cada vez más frágil, cada vez más al borde de la ruptura.

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