Capítulo 72: El Peso de la Culpa

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Desembarco del Rey se sumió en un pesado silencio tras la desaparición de Lucenya. La ciudad, que había vibrado con la esperanza de una victoria definitiva, se encontraba ahora en un lamento profundo. La reina Lucenya, la mujer que había logrado ganarse el afecto de su pueblo con su valentía y compasión durante la guerra, había desaparecido en las aguas del Gaznate, y con ella, la luz que representaba para muchos.

Aegon no podía escapar de las voces. La gente de Desembarco del Rey lo señalaba por las calles, susurros de desprecio colmaban el aire cada vez que pasaba cerca del mercado o en el palacio. A pesar de las heridas que aún marcaban su cuerpo, el dolor más profundo era el que llevaba en el alma. Cada mirada, cada palabra de reproche, le pesaba como una losa.

En el corazón de la ciudad, el pueblo que había adorado a Lucenya ahora lo veía como el hombre que había fallado en protegerla. El pueblo de la Reina había perdido a su líder, a su madre, a la mujer que se había preocupado por ellos con tanto ahínco durante la guerra. En sus ojos, Aegon era el responsable. Las sombras se alargaban sobre él mientras caminaba por los pasillos de la Fortaleza Roja, sus pasos resonando vacíos.

La noticia de la muerte de Lucenya había corrido como pólvora, y no importaba cuánto Aegon intentara negar la realidad: todos pensaban que había sido su culpa. Su desdén hacia él era palpable. Las mujeres lloraban por la pérdida de la reina, y los niños, que la habían conocido como una madre protectora, sentían el vacío de su ausencia. El caos que le había tocado vivir no parecía tener fin.

Lucenya había sido una figura más que una reina: una madre que conocía el rostro de la pobreza, que había vivido entre el pueblo y había compartido su dolor. Durante la guerra, ella había ido a los barrios más pobres, llevando comida y cuidado a los huérfanos, e incluso intercediendo para proteger a los prisioneros de guerra. Su habilidad para conectar con las personas, su genuina preocupación por su bienestar, la había convertido en una figura amada.

Pero con su desaparición, todo eso se desvaneció. En su lugar, el vacío dejó una cruel acusación. Desembarco del Rey no solo perdió a una reina; perdió a la figura que había simbolizado la esperanza. Y esa pérdida, inconmensurable para muchos, se transformó en ira hacia Aegon.

El pueblo comenzó a clamar por justicia, culpando a Aegon de la caída de su reina. Los murmullos por las calles clamaban por su cabeza. "¿Cómo pudo dejarla morir en el mar?", decían algunos. "Si no hubiese sido por el rey, ella habría estado a salvo."

Las jornadas de Aegon en el palacio se convirtieron en un tormento. Cuando entraba en una sala, todos se callaban al instante. Incluso los consejeros del reino, que una vez habían sido sus aliados, lo trataban con frialdad. No había consuelo para él. Alicent, quien estaba tan preocupada por las consecuencias políticas, mostraba un desdén helado que era palpable.

Pero lo peor de todo era cuando, en la plaza o en los pasillos, los murmullos se convertían en gritos. "¡Asesino! ¡Deja que el pueblo sufra por su culpa!"

Aegon cerraba los ojos, incapaz de mirarlos. Él sabía que, en muchos sentidos, ellos tenían razón. Había fallado. Y eso era lo que más le dolía.

Mientras Aegon soportaba la pesada carga de su culpa, la ciudad seguía adelante como si nada hubiera cambiado, pero con una sombra oscura. La noticia de la muerte de Lucenya había llegado hasta Rhaenyra, quien había sentido el peso de la pérdida como si fuera propio. A pesar de las heridas de guerra, el dolor de perder a su hija la desgarraba cada vez más.

En Rocadragón, Jacaerys, ahora más que nunca, sentía el vacío profundo en su vida. Había perdido a la mujer que amaba, a la madre del que alguna vez fue su hijo, y la guerra había dejado cicatrices imposibles de sanar. Cada vez que miraba el horizonte, pensaba en Lucenya, su rostro, su risa. Pero ella ya no estaba, y lo único que quedaba era un mar vacío.

En Desembarco del Rey Aegon se encontraba solo, con su dragón herido y su alma rota. En las noches solitarias en su cámara, las pesadillas lo perseguían. Recordaba su último vistazo a Lucenya, su caída en el mar, el silencio que lo acompañó cuando ella desapareció. Cada grito en el aire, cada súplica que se elevaba hacia el cielo, era un recordatorio de que su amada ya no estaba a su lado. Y cada vez que pensaba en su futuro, en el reino que tenía que gobernar, lo veía vacío y desolado.

Los días pasaban, pero el peso de la culpa no se aligeraba. Sin embargo, a pesar de todo, Aegon sabía que no podía rendirse. Había algo más por lo que luchar. El futuro del reino, la paz que debían encontrar, y la protección de lo que quedaba de su familia. Aunque su corazón estuviera roto, tenía que seguir adelante. Pero en su alma, la duda seguía: ¿había hecho lo suficiente? ¿Era su culpa?

El viento, que ya había dejado de cargar las voces del pueblo, seguía susurrando a través de las puertas cerradas de la Fortaleza Roja. Y Aegon se preguntaba si alguna vez podría hallar la paz que le habían arrebatado.

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