Parte 1, capítulo 5: ¡Música, baile y copas para todos!

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Capítulo V

¡Música, baile y copas para todos!

Desde que partí de la aldea por el bosque han pasado horas y el sol empieza a declinarse en la lejanía, escondiéndose entre las grandes montañas y derritiendo la poca nieve que aún conservan sus cumbres. Como la aldea aún queda a la vista, decido volver para pasar la noche, decepcionada por no haber encontrado nada más, salvo la baraja de cartas.

Debería haber encontrado algo más. Es imposible que, yendo en grupo, nadie haya dejado ningún rastro. ¿Habrán huido de algo y se habrán separado? ¿Estará papá ahora mismo solo? Solo espero que haya conseguido huir de lo que sea que les haya hecho salir corriendo y dispersarse por un lugar tan peligroso como el pantano. Nunca me he adentrado lo suficiente en el pantano pero lo que cuentan en la aldea hace que respete ese lugar. Las lenguas hablan de fieras, plantas que con su veneno podrían pararte el corazón y un calor tan bochornoso que puede hacerte delirar e incluso morir por deshidratación... Por no hablar, claro está, de los Salvajes. Al padre de Gill, un buen amigo de Sym y mío, lo hallaron moribundo a las puertas de Veevarest. Aseguró que unos Salvajes con bandas de color rojo sangre en los ojos le habían robado la caza y lo habían apuñalado sin motivo aparente. Tras aquel suceso, Gill desapareció de la aldea junto a su madre y nadie supo jamás a dónde se fueron.

Sin darme cuenta, elaboro una imagen mental del padre de Gill siendo atacado por los Salvajes y empiezan a entrarme escalofríos. Sin dejar de observar cada rincón del camino, me apresuro en llegar cuanto antes a Veevarest empujada por un miedo sembrado por mi propia imaginación.

Al llegar a las puertas de la ciudad, ya ha caido la noche y dos guardias flanquean la entrada. Aprieto los puños. Si no me dejan entrar, no podré volver a casa ni por propia voluntad.

Sin embargo, al pasar por la entrada, los guardias ni se inmutan y entonces recuerdo que voy vestida con un traje de Veevarest y a ojos suyos soy una ciudadana más.

Me apresuro en alcanzar un edificio cualquiera y me abro paso entre la multitud con el rostro cubierto por la capucha. Decido trepar de inmediato al tejado antes de ser vista y, al llegar, me tiro al suelo de puro cansancio. Tiro la mochila a un lado y cierro los ojos. Sería peligroso quedarme dormida demasiado tiempo, pero al avanzar más la noche me doy cuenta de que quedarme dormida no será un problema, ni mucho menos. En Veevarest tienen la buena costumbre de festejar el fin del día antes de dormir y, debido al jaleo, la música y los fuegos artificiales, me resulta imposible cerrar los ojos durante toda la noche.

Cuando la música deja de sonar y el murmullo de fondo disminuye intuyo que la fiesta por fin ha terminado y abro los ojos con facilidad, ya que no he dado tiempo a que la lágrima se seque y selle mis ojos. Me incorporo haciendo que me crujan varios huesos de la espalda y contemplo como el cielo empieza a aclararse lentamente hasta adquirir un tono violaceo.

Esto es increíble. El amanecer. ¿En serio?

La gente empieza a salir de sus casas en dirección a sus respectivos puestos de trabajo y me pregunto si habrán empalmado la fiesta con el trabajo. Por las ojeras que arrastran tiene toda la pinta. ¿Es que esta gente no duerme nunca?

Me tiro de nuevo al suelo y bufo de exasperación. Debería dormir un poco más, pero pronto las calles se llenarán de gente y será imposible encontrar ninguna pista.

Suelto un gruñido mientras golpeo con los codos el tejado y dejo que el dolor se propague por mis brazos y calme mi exasperación.

Me incorporo de nuevo y, arrastrándome con el cuerpo pegado al suelo, asomo la nariz hacia abajo. La tienda de ropa en la que robé mi vestido acaba de abrir y el hombre calvo sale de ella, con su delantal tan desgastado como siempre y cuelga todas las prendas en un perchero en la calle para exponerlas. A continuación mira en todas direcciones y logro ver como se saca del gran bolsillo que lleva en el delantal unos alambres y enrolla unos cuantos alrededor de las perchas.

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