Prólogo

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POV. ANASTASIA

El Big Ben marcaba las tres de la tarde cuando mi mundo se detuvo. La lluvia londinense, que siempre había sido mi fiel compañera durante mis veintiún años de vida, golpeaba con más fuerza que nunca contra los ventanales de nuestra residencia victoriana. Como si el cielo mismo llorara lo que estaba por venir.

El timbre resonó con un eco que pareció atravesar cada rincón de la casa. Recuerdo haber bajado las escaleras con pasos ligeros, incluso sonriendo, pensando que quizás serían mis padres regresando temprano de su viaje de negocios. Pero al abrir la puerta, me encontré con dos oficiales de policía. Sus expresiones sombrías lo dijeron todo antes de que pronunciaran palabra alguna.

—¿Señorita Anastasia Steele?

La voz del oficial mayor era suave, casi paternal.

Asentí, mientras sentía que el aire se volvía más denso a mi alrededor.

—Soy yo oficial ¿dígame?

—Lamento informarle que sus padres, Raymond y Carla Steele, han sufrido un accidente en la autopista M25... —El resto de sus palabras se convirtieron en un zumbido distante. —Impacto frontal, fallecimiento instantáneo, sin sufrimiento— frases clínicas que intentaban suavizar lo imposible: mis padres no volverían a casa.

Nana Lupita apareció de la nada, como siempre lo hacía cuando más la necesitaba. Sus brazos me rodearon justo cuando mis piernas cedían. El oficial seguía hablando, su uniforme empapado goteando sobre la alfombra persa que mamá había elegido con tanto cuidado durante nuestro último viaje a Marruecos. Un detalle trivial que mi mente decidió registrar en medio del caos.

Las siguientes horas transcurrieron en una nebulosa de llamadas telefónicas y decisiones que parecían demasiado grandes para mi pequeño mundo.

La sede principal de Steele Industries en Seattle requería mi presencia inmediata. Un testamento que necesitaba ser leído, una empresa que necesitaba dirección, una vida entera que necesitaba ser empacada en cajas de cartón.

Mientras observaba las fotografías familiares que cubrían las paredes de nuestra casa, cada imagen se convertía en un recordatorio agridulce: el viaje sorpresa a París que papá organizó el verano pasado, la última Navidad en nuestra casa de campo en Cornwall, donde mamá insistió en hornear galletas, aunque siempre se le quemaban. Momentos que ahora parecían pertenecer a otra vida, a otra Anastasia.

—Mi niña, — la voz de Nana Lupita me trajo de vuelta al presente mientras empacaba los marcos de fotos, —tu madre siempre decía que eras más fuerte de lo que tú misma creías.

La observe por un momento.

Sus palabras desataron algo en mi interior. No era resignación, como susurraban los abogados y ejecutivos que ahora parecían orbitar constantemente a mi alrededor. Era una forma de aceptación, dolorosa pero necesaria. La vida no me estaba dando lo que quería, pero quizás, como solía decir papá, me estaba dando lo que necesitaba para crecer.

Seattle se presentaba ante mí como un horizonte desconocido, tan gris como el cielo londinense, pero sin la familiaridad que hacía soportable la melancolía. Sin embargo, mientras observaba a Nana Lupita organizar nuestra partida con la eficiencia que la caracterizaba, comprendí que el hogar no siempre es un lugar. A veces es una persona, un recuerdo, o la fuerza que encontramos cuando creemos que ya no nos queda nada.

Soy Anastasia Steele, y esta es la historia de cómo aprendí que los finales también pueden ser comienzos, aunque a veces lleguen envueltos en el papel más oscuro que la vida puede ofrecernos.






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