44. SANGRANDO DE LA HERIDA

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Malcolm observó detenidamente a su amigo. Habían acampado en un claro del bosque, una hoguera encendida y el grandullón estaba en el suelo, sangrando de la herida en la espalda.

Uno de los guerreros, Cameron, se estaba encargando de él. Era bastante diestro con las labores curativas, pero de momento no había conseguido detener el sangrado.

—¿Cómo va? —preguntó Malcolm que había estado atento a todo el proceso.

—La flecha estaba muy profunda. Tendría que haberla dejado en su lugar y haber corrido hacia el castillo.

Estaban a un día de camino, y no se le ocurría la manera de llevar a su amigo de la manera más rápida. Enviar a un soldado a por una carreta significaría demasiado tiempo, lo único plausible era montarlo en el caballo y tratar de llegar lo antes posible, con la ayuda de dios.

—¿Crees que podrás taponar bien la herida? La única manera de llegar al castillo sin que se desangre por el camino.

—Puedo cauterizarla.

Era la única opción, una vez llegasen a la aldea, la curandera se haría cargo de él y obraría su magia,

—Está bien. Hazlo.

Cameron preparó su sgia dubh, su cuchillo más pequeño, lo justo para detener con su hoja el sangrado sin dejarle una gran quemadura en la piel circundante. Pero ¿Qué más daba una marca más si con ello le salvaba la vida?

Cameron puso la hoja al rojo vivo y la aplicó sobre la herida sangrante. Un débil quejido escapó de la garganta de Janick, pero por lo demás, ni se inmutó. Malcolm había sujetado su torso, mientras otro de los hombres, Kam le había inmovilizado las piernas. Sin embargo, el herido apenas se había movido. Parecía estar más allá de toda sensibilidad.

Malcolm podía dar fe de lo doloroso del procedimiento. Cierta vez, hacía ya unos pocos años, casi una vida, cuando apenas contaba dieciocho años, su laird, el padre de Connor, le había cauterizado una herida en el vientre. Su conciencia le había acompañado durante todo el procedimiento, mordió un trozo de tartán enrollado, y había apretado tan fuerte que estuvo a punto de romperse los dientes. Después, eso sí, se había desmayado, después del atroz dolor. Bienvenida había sido la inconsciencia. Ahora, agradecía al cielo que dios hubiera ahorrado a su amigo semejante agonía.

Cameron derramó un poco de vino sobre la quemadura y envolvió fuertemente una tira de tela en torno al torso del herido.

—¿Aguantará? —preguntó Malcolm mientras veía al otro trabajar.

—Esperemos. Habrá que abrir la herida en cuanto lleguemos, pero de momento, lo que está dentro, se queda dentro.

—Bien. Pues subámoslo a su montura y pongámonos en marcha. Cuanto antes lleguemos, mejor.

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