Guerreras

36. LA MÁS BELLA COSA

               Esa mañana, temprano, se despertó con la más bella cosa en sus brazos. Sonrió como un tonto porque se sentía bien. Jamás había dormido toda la noche con una mujer, y siempre era él quien abandonaba el lecho tras copular. 

                La muchacha larguirucha tenía las mejillas sonrosadas del sueño, y su cabello corto era sedoso al tacto. Era la primera vez que veía a una muchacha de su edad con el cabello corto, y le gustaba, era algo distinto a lo que estaba acostumbrado. 

                —¿Qué me miras tanto? —preguntó ella con voz somnolienta. 

                —Mis hermanas pasan largo rato peinando y trenzando sus largos cabellos.

                —Para mí es más cómodo así. Se seca pronto cuando lo lavo y es fácil de peinar. Siento si no es de tu agrado. 

                —Al contrario, me gusta. 

                Jugueteó con los cortos mechones mientras ella seguía recostada junto a él y apoyada la cabeza en su hombro. 

                —También me he dado cuenta de que no eres virgen. 

                Roberta se inclinó y lo miró a los ojos. 

                —¿Hay algún problema con eso? De donde yo vengo, las mujeres deciden sobre su destino. 
                —¿En el clan MacFergus? 

                —Mi hogar está más lejos. Allí todo es distinto y, además, existen cosas que aquí ni conocéis y ni imagináis. 

                —¿Como qué? 

                —Pues… internet, los coches y los aviones —un gruñido de su estómago la interrumpió—, las hamburguesas. 

                Janick vio placer en su cara al pronunciar esa extraña palabra. Debía ser algo realmente bueno para producirle esa reacción. 

                —Es algo así como una torta de carne picada y especiada, que se asa —le iba explicando ayudándose con gestos de las manos—, se pone en un delicioso panecillo redondo, junto con lechuga, tomate, cebolla y salsa. 

                —La verdad es que no conozco algunas de las palabras que has dicho, pero me has abierto el apetito. 

                Janick salió de la cama, se puso la camisa y se calzó las botas. 

                —¿A dónde vas con esas pintas? 

                —Voy a saquear la despensa. —Le guiñó el ojo y abandonó la alcoba con una sonrisa. 

                Esperaba no encontrar a nadie en el camino. Era muy temprano, pero Malcolm tenía el don de la oportunidad y aparecía en los momentos más inadecuados.