6. HUYENDO DEL DUENDE

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Robbie nunca estuvo más feliz de ser relegada a la cocina, despues de caérsele y hacerse añicos una jarra de hidromiel, Erin decidió que mejor permanecía en la cocina, troceando verdura o desplumando algún ave de corral. Odiaba hacer esto último, era sumamente desagradable despojar al pobre pollo de sus plumas. Esta era otra de las ventajas de su tiempo, cuando podía conseguir unas buenas pechugas de pollo sin tener que llevar a cabo la desagradable tarea de atrapar al pollo, retorcerle el pezcuezo y luego desplumarlo.

Ese día quería permanecer alejada del salón y del exterior, el guerrero moreno deambulaba por la aldea acompañado de sus dos amigos. Había escuchado que partirían al amanecer del siguiente día y esperaba no tener que encontrarselos por ahí. Se moría de vergüenza, esos imponentes hombres la habían visto caerse redonda al suelo. No estaba de humor para enfrentarlos.

-¿Vienes a pasear?

Isobel había asomado su linda cabecita por la cocina, era normal que deambulara a placer, ser la hija del laird la relegaba a labores como el bordado y poca cosa más.

-No puedo -respondió agobiada por la multitud de tareas pendientes. Le dolían los dedos de tirar de las plumas y le quedaba otros tantos pollos más.

-Eres una cobarde.

No se dejó llevar por la rabia de saberse insultada. En circunstancias normales, que la llamaran cobarde no la enardecía, pero cuando tenían razón... En fin, se mordió el labio y siguió con la faena

-Venga ya, Roberta. Demuéstrame que me equivoco.

Permaneció en silencio, "a palabras necias, oídos sordos". Pero la reconcomía que tuviera razón, no tenía porqué esconderse en la cocina cuando podría estar haciendo cualquier otra cosa al aire libre.

-Co-co-co. Gallina -cantó Isobel en su oído, y luego oyó las risitas de Edith y Judith que estaban junto a los fogones.

Apretó el pollo con tanta fuerza que lo dejó marcado.

-No me molestes. Vete de una vez a hacer tus bordaditos esos tan cucos que haces.

Isobel, enfadada, se dio la vuelta para marcharse. Le indignaba que sacaran a relucir ese tema, por otro lado, se le daba fatal el bordado de tapices.

Robbie era consciente de su falta de tácto y de su mala acción, se levantó y fue a interceptar a su amiga antes de que ésta abandonara la estancia.

-Perdona. -La rodeó hasta ponerse delante. -Perdona, Isobel. No tenía intención de hacerte daño, solo quería que me dejaras en paz.

-¿Tanto miedo te dan? -preguntó con lágrimas en los ojos.

-No tienes ni idea -admitió de mala gana. -Hice sangrar a ese hombre y luego me obligaron a curarle las heridas. Y por si eso no fuese suficiente, me desmayé delante de ellos.

-Pero ese guerrero que le gusta a Bridget te recogió antes de que te golpearas contra el suelo.

-¿Y a ti quien te gusta? -inquirió intrigada.

-Mm, el rubio. Es muy apuesto.

-El laird. Jajaja. Cómo no.

Robbie decidió que ya había trabajado lo suficiente, se lavó las manos y se escabulló con Isobel. Erin era un ogro pero, gracias a dios, no era omnipresente.

Janick estaba inquieto, esos dos no paraban de decirle que tenía que ir en busca de la muchacha para agradecerle su buen hacer. Ella, escudándose tras la apariencia de un muchacho, lo había maniatado y reducido a un ser inútil. Odiaba no poder valerse por sí mismo, aun sufría pesadillas de cuando esos asquerosos MacKenzie quisieron sepultarlo vivo. No es que tuviese grandes recuerdos al respecto, lo golpearon a base de bien y estuvo forcejeando hasta que alguien le atizó fuerte en la parte posterior de la cabeza. No perdió el conocimiento y fue consciente de que, primero no podía moverse, y luego, de que
tenía problemas para respirar.

Decían que estuvo más muerto que vivo durante algunos días, despertaba golpeando a quien estuviese más cerca hasta caer de nuevo desmayado.

-Venga, Janick. Esa chica merece que le presentes tus respetos.

-Realmente es un encanto -intervino Malcolm, que recordaba las redondeces de ese cuerpo entre sus brazos.

-Está bien -gruñó malhumorado.- Iré abuscarla.

Se separó de esos dos y fue a su encuentro. Enseguida comprobó que nadie sabía dónde podía encontrarla, la cocinera había mascullado unos cuantos improperios muy poco propios de una mujer de su edad. Ello lo llevó a deducir que la muchacha se había marchado sin permiso.

Quizás fuese mejor así, no estaba preparado para enfrentarse a esa chica. Ni siquiera sabía por qué tenía tal pavor, él, que no huía de las dificultades. Pensó que si se perdía durante un par de horas, esos dos no podrían atormentarlo con tonterías.

Se alejó de la aldea y bajó por una ladera, estruvo a punto de bajarla rodando cuando perdió pie justo arriba del todo. Con el corazón acelerado por el sobresalto y retumbando en sus oídos, casi no escuchó el entrechocar de aceros.

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