86. PROTEGIDOS EN TODO MOMENTO

98 11 1
                                    

Janick dispuso las guardias para que los Campbell estuvieran protegidos en todo momento. Desde que llegó a mediodía no había dejado de lidiar con los aldeanos y con los desentrenados soldados.

Había mucho trabajo que hacer puesto que no estaban preparados para la defensa y mucho menos para la ofensa. Habría que ir poco a poco pero sin demora y buscar un nutrido grupo de guerreros MacCunn que estuvieran dispuestos a trasladarse a estas tierras y asentarse aquí por un largo tiempo.

—Señor, viene un jinete. Es Lachlan.

Janick se volvió a ver al guerrero desmontar. Era el más veloz del clan, por lo que significaba malas noticias.

Ordenó que se ocuparan del caballo y le sirvieran comida al guerrero.

—Muchacho, ¿qué ocurre?

La expresión de su rostro le hizo anticipar un malestar, apretó los labios y enfrentó al soldado.

—Es milady, señor. Se la han llevado.

Un puño de hierro le ciñó el corazón.

Reprimió el impulso de zamarrear al mensajero, pero el pobre muchacho no tenía ninguna culpa de ser portador de malas noticias.

Respiró hondo y miró al chico atentamente.

—Dime exactamente qué ha ocurrido.

—Milady salió a cabalgar con Brian e Ian. Más tarde, ellos regresaron sin ella. Estaban heridos. Ambos seguía inconscientes cuando yo partí.

Janick no se demoró en indagar más, fue a por su caballo y se preparó para marchar lo más pronto posible. No se permitió pensar en nada más hasta llegar al clan, así se evitaba torturarse inútilmente.

El viaje se alargó unas cuantas horas más hasta que se detuvieron en un claro del bosque. La vejiga le iba a reventar y el estómago le rugía como un animal herido.

Esperó a que su compañero de viaje la bajara del caballo pero al poner sus pies en el suelo, acabó hincada de rodillas incapaz de que sus piernas la sostuvieran.

—Arriba —le dijo el tipo de la trenza que la agarró de la axila y la ayudó a incorporarse. Luego la guio hacia la espesura y le indicó que se adentrara para hacer sus necesidades.

—Te voy a desatar las manos, cuidado con lo que intentas.

Se sentía lo suficientemente débil como para no hacer una estupidez. Si solo fuese este tío, tal vez tuviera una oportunidad. Pero eran seis, alguno de ellos la atraparía, sin duda, y no parecían amables.

Cuando regresó de aliviarse odió no tener nada con lo que limpiarse las manos y odió aun más haber tenido que utilizar un poco de musgo para asearse. Se frotó las palmas de las manos en los pantalones y se sentó donde le indicó el tipo de la trenza. Le pasó un trozo de queso, un mendrugo de pan oscuro y un poco de cecina.

Tenía un hambre atroz, habían pasado veinticuatro horas desde el desayuno, que fue la última vez que se echó algo al estómago.

Sorprendentemente, la cecina estaba deliciosa y el pan era agradable al paladar. El queso, sin embrago, estaba tan curado que se le agarraba a la garganta y le dejaba un cierto regusto picante.

Pronto, tuvo problemas para tragar la comida. Por un momento, pensó que estaba sufriendo una reacción alérgica, y ésta era una época difícil para sobrevivir a ella.

Alguien le pasó un odre de aguamiel y bebió ávidamente, la bola en su garganta siguió su camino y pudo respirar aliviada.

—Descansa un poco. No tardaremos en reanudar el viaje.

Este tío se creía que podría conciliar el suelo en tales circunstancias, pero cuando se tumbó sobre el tartán McTavish que habían puesto para ella, a pesar de odiar esos colores, se quedó frita al instante.

Despertó cuando alguien le propinó un puntapié en la espalda. Abrió los ojos al instante y se incorporó de un salto, miró al desgraciado que la había golpeado. Era el imbécil, el tipo de los dientes podridos.

—Dame una espada y veremos quien queda en pie después de un combate.

—Eres muy atrevida.

El imbécil se acercó tanto que se sintió amenazada, no solo por la cercanía, sino también por el tamaño.

—Dame la oportunidad y te lo demuestro.

Estaba en pie y un instante después estaba en el suelo de un revés en la boca, aturdida y ensangrentada.

Hizo un barrido con la pierna derecha haciéndolo caer. Rápidamente se alejó por miedo a represalias y se puso en pie de un salto. Le dolía la boca y le ardía el labio inferior. Las lágrimas amenazaban con caer pero se obligó a reprimirlas, no iba a mostrar debilidad delante de esos bárbaros.

El imbécil sacó una daga de la bota pero el filo de una espada apareció contra su garganta, del lado de la empuñadura estaba su compañero de montura, el de la trenza plateada.

—Tócala otra vez y te la verás conmigo.

El otro tipo escupió en el suelo, enfundó la daga y dedicó una siniestra mirada en su dirección antes de alejarse.

Incapaz de moverse se dejó caer hasta el suelo, se cubrió el rostro con las manos y permaneció así unos momentos. Respiró hondo. Francamente, esperaba ser rescatada por Janick lo más pronto posible. Pero ¿y si no se mantenía viva hasta ese momento? Tal vez era mejor que tratara de rescatarse ella misma.

Ante sus ojos apareció un trozo de tela que alguna vez fue blanca y vio quien era el que se la ofrecía.

—Gracias —murmuró apenas capaz de abrir la boca. Se enjuagó con un poco de agua y notó cierta mejoría.

Unos minutos después, proseguían la marcha. En silencio.

GuerrerasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora