Vida

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<<Por Dios, este tipo realmente aprende lento, y los otros tres no llegaron. Voy a tener que hacer todo solo si Juan no empieza a participar pronto ¿Por qué siempre me pasa lo mismo? Ni siquiera quiero estudiar esto, sino fuera por culpa de mi hermano a estas alturas estaría fuera de Chile siendo feliz, no tendría que preocuparme de ninguna de estas cosas, solo de trabajar y ya>>. Pensó Lucas decepcionado de su suerte, cuando se levantaba dispuesto a regresar a su hogar.

—¿Entendiste qué es lo que tienes que hacer? Si no, dímelo altiro* para estar más atento a lo que te toca redactar —dijo el joven desafortunado, tratando de aparentar amabilidad.

Agustín estaba feliz de haber comprendido sus deberes, por lo que no dudó en hacérselo saber orgulloso.

—Gracias a ti no creo que tenga problemas, generalmente me cuesta leer las palabras y las cambio de orden, pero creo que estaré bien. Debe ser porque, sinceramente, soy más de números —contestó sonriente el rubio.

—¿En serio? —intervino el otro sorprendido—. Entonces ¿Por qué estás...?

—¿Estudiando esto? Digamos que no tenía muchas más opciones por las cuales optar, pero ¿qué se le va a hacer? Soy feliz por el momento y gracias a eso he podido conocer a personas interesantes <<cómo tú>>. Casi nunca las cosas son como uno quiere, y si no se acepta eso desde temprano la vida se convierte en una constante fuente de desgracias, ¿no lo crees así?

Una sonrisa discreta, que albergaba mucho más que melancolía, y mucho menos que desdén se forjó en los labios quebrados de Lucas González.

—Puede que tengas razón.



En otro lugar de Santiago, al mismo tiempo que se daba esta conversación, un hombre joven de aspecto cansado, miraba con ojos rebosantes de lágrimas la manga izquierda de su desgastada camisa gris.

—¡No! Me van a echar ¡El patrón me va a echar si se da cuenta! ¿Qué voy a hacer? ¡Me van a echar, me van a echar! —gritaba en la oscuridad de un callejón en un barrio que podría haber sido cualquiera, el hombre joven que podría haber sido también cualquiera.

Su mano derecha apretaba la manga de la izquierda, como esperando que lo que su vista había ya confirmado desapareciera por obra de un milagro. Él estaba seguro de que Dios lo oía, pero aun así, la mancha carmesí no se borraba de la tela, y el sabor desagradable a metal no salía de su boca.

—Pero ¿Qué le pasa, niño? ¿Por qué anda metiendo tanta bulla? —le preguntó una señora que por curiosa se había detenido cerca de él.

El hombre pareció reconocer la voz, y dejándose caer sobre sus rodillas exclamó:

—Doña Hilda, ¿qué voy a hacer ahora?

La mujer se agachó con dificultad y le abrazó como si de su propio hijo se tratase, a pesar de que era tan solo un antiguo vecino.

—¿Qué pasó Roberto? Cuántos años que no te veía, ¿por qué lloras tanto?

—Es que... Me costó mucho encontrar un trabajo bueno, pero es que no sabe cuánto me costó —la voz se le quebraba al terminar cada oración—. Yo quería que me pagaran bien, ¿no ve? Y... y ahora me van a echar...

—Pero niño, ¿No estabas de tutor de unos muchachos de plata? Tú de chico has sido siempre un caballero, ¿por qué te van a echar? Si lo hablas seguro que todo va a estar bien, mira que llorando no vas a arreglar nada pue'.

—No hice nada doña Hilda, es que mire... —señaló su manga izquierda—. Yo parece que, que me enfermé...

Desde el siglo XIX que la tuberculosis en Chile acumulaba números cruelmente constantes; y en las primeras décadas del 1900, el panorama no parecía, sino empeorar. Los contagios fijos en el tiempo, la gran tasa de mortalidad y las condiciones de hacinamiento de las ciudades, no eran buenos presagios para los habitantes menos beneficiados por las condiciones socioeconómicas del país.

Cuando doña Hilda llegó a casa, se lavó con brutalidad las manos, usando un pequeño jarro que guardaba con agua. Su hijo Juan de Dios, quiso preguntarle el motivo de su tardanza, pero la mujer insistió en no hablar mucho para no despertar a la pequeña que dormía en la habitación.

Seguro que no le había pasado nada como a tantos otros, seguro que ella estaría a salvo de la enfermedad, si había vivido todos esos años sana era por algo, así que no debía preocuparse de más.

Doña Hilda antes de dormir pidió en voz baja a Juan Rojas rezar por quien fuera antes su vecino, sin decirle el porqué.

Habrán sido las nueve de la noche cuando Lucas por fin pudo sentarse en su escritorio, para tratar de poner fin a un cuento que llevaba meses inconcluso. El final parecía siempre escaparse de sus manos, mientras que miles de comienzos nacían de su mente, pero aun así, él estaba decidido a ponerle el último punto antes de tratar de dar inicio a alguna otra historia. Tristemente hasta su única recreación le parecía un problema del que no podía escapar.

<<"Casi nunca las cosas son como uno quiere, y si no se acepta eso desde temprano la vida se convierte en una constante fuente de desgracias", pero ¿de dónde se saca la fortaleza como para aceptar que la vida es tan solo nada, que no podemos controlar ni siquiera la expresión de nuestros deseos? Agustín ha de ser un hombre mucho más infeliz de lo que pensé>> se dijo Lucas con el lápiz inmóvil en la mano, mientras la vela se gastaba con rapidez.

Diez treinta de la noche marcaba el reloj cucú de una sala iluminada con luz eléctrica, un vaso roto manchado de sangre cayó en el piso, su contenido era probablemente agua, aunque puede haber tenido también un medicamento en polvo que doña Asunción tomaba para el corazón. Agustín sabía qué era lo que estaba a punto de ocurrir, pero no se atrevió a bajar y cerró con llave la puerta, nunca encontraba el valor para intervenir, porque era siempre el único que parecía estar equivocado al final. Además cada vez que Benedicto, su padre, le miraba a los ojos se sentía de nuevo como un niño y el cuerpo se le paralizaba.

—¡Te dije que no tocaras las cosas de mi escritorio! ¡¿Te lo dije o no?! —se escuchó en toda la casa.

<<Hoy fue un día entretenido, pude conocer un poco a Lucas, creo que el nombre igual le cuadra un poco>>.

—¡Eran documentos de suma importancia!

<<Es diferente de lo que pensé, pero a la vez, entiendo que no lo juzgué mal antes de hablarle. Se ve como una persona que quiere dejar de vivir la vida que lleva, pero no puede, incluso se esforzó para que yo pensara que es feliz ayudando a otros a estudiar, cuando se nota que lo odia>>.

—¡No se mató por culpa mía, si no hubiera hecho esa movida, ¿tú crees que podrías estar acá parada?!

<<La mirada que tenía al explicarme las cosas estaba vacía, además, sus facciones sugieren más años de los que debe tener, pero al escucharlo hablar se nota cierta inmadurez que te aterriza antes de sacar conclusiones. Cuando él leía en voz alta se miraba extrañamente calmado, y sus ojos oscuros parecían cobrar un poco más de vida. Durante toda la tarde, un mechón de pelo negro le cayó sobre la cara con incómoda constancia, pero no se veía realmente perturbado por tener que repetir incansablemente la acción de ordenarlo, no debe querer cortar su cabello>>.

Diez cuarenta y cinco de la noche, el cucú de la sala no lo avisó. Un golpe seco seguido de un llanto inaudible sentenció el final del día.

<<Odio cuando mi abuelo se va a ver a mis primos del sur>>. Pensó Agustín.

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Altiro en Chile se utiliza para decir "en seguida", pero a pesar de usarse como reemplazo de esa palabra, se refiere a algo que pasará en un rato más, que puede ser un minuto o dos horas.





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