Sobres

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En la esquina derecha una despensa relativamente nueva, dentro de la cual dormían diversos elementos destinados a la alimentación, o más bien, al servicio de la familia.

Doña Asunción no cocinaba casi nunca, aun así, pasaba la tarde sentada en la mesita de la cocina. En ese mismo lugar tres veces al día, vertía sobre un vaso de cristal un polvo blanco, encerrado por lo general en un papel color café. El médico hacía un año que se lo había recetado para combatir los dolores en el pecho que sentía al estar en casa. Don Benedicto estaba al tanto del tratamiento, mas lo encontraba innecesario, pues consideraba las afecciones físicas de su esposa "nada más que brotes de histeria" nacidos por su escasa tolerancia al cumplimiento de sus labores como mujer.

A ella la educaron bien, desde niña obedeció a su padre y de adolescente a su marido; nunca se detuvo para quejarse, sabía que no estaba en posición de hacerlo, no cuando era Benedicto quien le proveía el dinero necesario para ella y los niños. Siempre obediente, siempre bien vestida, siempre bella, siempre amable y sonriente; hasta que un muchacho con unos pocos años más que el mayor de sus hijos, comenzó a mirarla con la dulzura que ella solo había conocido en su marido el día antes de la boda.

Un hombre que todavía no llegaba a los cuarenta, de aspecto pobre, pero nunca descuidado. Un hombre alto, fuerte, de pelo negro y ojos oscuros, que siempre trataba a todos con la más pulcra y bien intencionada educación. Un hombre que cada tanto la encontró sola en la cocina preguntando si había algo en lo que pudiera ayudar, un joven entre cuyas manos supo perderse mucho antes de siquiera intercambiar palabras serias.

La primera vez que hablaron fue el mismo día en el que Benedicto lo presentó como su nuevo socio en una cena familiar. Mas las palabras que intercambiaron ese día fueron solo las necesarias para completar saludo y despedida respectivamente. Esa tarde, don Ramírez habló maravillas de su nueva "adquisición" corporativa, quien declinaba sus alabanzas entre risas.

Durante la cena, el muchacho jamás cruzó miradas con Asunción, y no por mera coincidencia, sino por respeto, tal vez también por temor, pues el joven tenía fama de enamoradizo entre sus colegas.

La primera impresión causada en Asunción, antes de escucharlo hablar, fue la siguiente:

<<Que bien educado es este mozo, ya desearía yo que Agustín se viera tan responsable en unos años... ni siquiera vino a cenar con nosotros, a saber dónde andará metido>>.

—Muy buenas tardes, estimada señori... señora. Es un gusto poder conocerla, soy Pedro González, y me temo que si todo sale bien, usted se verá en la obligación, por costumbre de aprender mi nombre —saludó animado, a sabiendas de que la broma haría sonreír a la mujer.

—¿No le dije yo que era buen muchacho? Eso es lo que me gusta de él, que es educado, pero tiene confianza —acotó Benedicto dándole a Pedro una palmada en el hombro.

Asunción no dijo nada, sintió que no estaba en lugar de realizar comentarios, incluso si quería darle la razón a su marido.

Años más tarde, cada vez que abría el sobrecito café, la mujer recordaba esa primera frase que él le había regalado. Ella tenía desde niña una afición particular por las primeras impresiones, y saber que no se equivocaba nunca en ese ámbito, le provocaba gran satisfacción. Pero, las memorias de esa cena eran un arma de doble filo para su alma, algo en ella se quebraba siempre que escuchaba dentro de su mente la voz viva y dulce de Pedro.

Asunción sentada en la misma mesa de siempre, sacó desde el busto de su vestido una carta en cuyo sello aún intacto se leía con claridad "P.G". En el revés del sobre, una breve dedicatoria que no contenía el nombre del destinatario:

Nosotros [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora