Estudiantes

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En lo poco que ha sido descrito, y siendo este el capítulo diez de la historia, se ha mencionado al personaje Juan de Dios Rojas en diferentes ocasiones, en las cuales su participación ha sido casi nula, pero esto no quiere decir que su presencia sea dispensable para los eventos a desarrollar, sino, todo lo contrario.

Si tuviéramos que describir su vida en una sola palabra, sería "esforzada", desde su nacimiento hasta su inicio en la vida universitaria, todo siempre había sido obtenido con esfuerzo, aunque, curiosamente, esto no llegó a reflejarse fuertemente en su carácter. Su madre, doña Hilda, lo crio sin que el muchacho se preguntara por la existencia de su padre hasta cumplir los quince años, al ver a su mamá llegar con una niña recién nacida en brazos.

—María le voy a poner, es tu hermana chica —le dijo con naturalidad ese día.

La bebé tenía los ojos oscuros, el cabello casi negro, lizo, y era de tez tan blanca, que Juan no pudo evitar pensar que entre ella y él no había ninguna semejanza, conclusión que lo llevó al siguiente razonamiento:

<<Ahora que lo pienso... Mi mamá tiene los ojos verdes, es blanca y baja... ¿Por qué yo soy tan moreno y alto entonces? Mi mamá y yo, no nos parecemos en nada>>.

Cuando tenía cinco años aprendió a leer gracias a doña Hilda, y pronto pudo entrar a la escuela. Siempre trabajó luego de terminar de estudiar, ayudaba con los tejidos y bordados, o se ofrecía a cargar maletas en Estación Central, so pesar de aquello, sus notas jamás bajaron, en parte porque disfrutaba de aprender y de las felicitaciones de su familia al recibir una buena calificación.

Al llegar a la adolescencia se distanció de sus amigos, pues la mayoría abandonó la educación formal antes de terminar la primaria, y poco a poco, fue quedando más y más distanciado de las personas de su edad. Terminar los doce años de enseñanza no fue fácil para el muchacho, pero lo logró y gracias a su esfuerzo pudo matricularse en una prestigiosa universidad del sector, si podría o no graduarse lo sabría solo el destino.

Juan no tuvo nunca una vida social interesante, mas la anhelaba desesperadamente. Quizás fue por eso que se decidió por la carrera de abogacía, pues con el título podría asegurarse una entrada de dinero futura, y no solo eso, sino también, lograría parecerse al admirado protagonista de esa novela que tanto leyó de niño, titulada "Martín Rivas". Movido por aquel deseo infantil de sentirse el personaje principal de una historia, no pudo evitar enamorarse a primera vista de la chica que luego aprendió a conocer como "Fernanda Poblete". Siendo él un muchacho bastante menor, bajo, moreno, agraciado, pero de escasos recursos, mirarla parecía una meta lejana e inalcanzable, más que mal, ella provenía de una familia aristocrática y se rumoreaba que estaba comprometida con un joven de apellido Ramírez.

<<Si puedo conversar con ella aunque sea una sola vez, me conformaré>>, pensó luego de verla hablando con un grupo de jóvenes mayores que él.

No es posible describir la alegría, el temor y nerviosismo que llenaron su pecho y turbaron su mente al momento en el que ella lo invitó a pasar el rato gracias a ser conocido de Agustín. Algunas personas podrían creer que tal cosa como el "amor a primera vista" no existe, pero aquello es lo que se cree cuando se deja totalmente de lado la impulsividad de la infancia, cuando se madura lo suficiente como para separar el gusto del cariño. Juan de Dios Rojas, un muchacho de dieciocho años recién cumplidos, que por primera vez en su vida deseaba ser parte de la adolescencia que no vivió, poco o nada sabía sobre prudencia en el sentir.

En tanto, Fernanda Poblete no era una joven interesada en el amor, quería terminar su carrera y cumplir con sus obligaciones de mujer antigua de la forma más rebelde posible.

Sus calificaciones eran buenas, no sobresalía en todas las asignaturas, pero siempre aprobaba los semestres sin dificultades, o así había sido hasta el año anterior, 1924. Debido a que su profesor de ética no concebía la idea de que una fémina cursase su clase, trató de amedrentar su estadía en la universidad lo máximo posible.

En numerosas ocasiones la humilló frente a sus compañeros, pero para ella era algo insignificante, solo un pequeño obstáculo que debía aguantar por unos meses... Eso pensó al comienzo, pero el hombre cada vez se lo ponía más difícil, hasta que un día terminó por quebrar la paciencia de la chica.

—Usted ha errado en el puntaje de mi calificación, solo tengo una respuesta incorrecta, ¿cómo puede decir que mi examen no está aprobado? —inquirió con prepotencia cuando todos sus compañeros se hubieron ido del aula.

El profesor sin levantarse de la silla frente a su mesa, hizo caso omiso mientras leía una serie de papeles.

—Señor profesor, le estoy hablando de algo de suma importancia. Usted debería saber que es menester para mí aprobar el presente examen para poder terminar la asignatura —acotó acercándose a la mesa con evidente enojo brotando de sus palabras.

—Tan histéricas que se ponen las mujeres ahora, antes las cosas no eran así, ni subir el tono podían, porque sabían quién mandaba... —contestó sin mirarla.

Fernanda acostumbrada al tono despectivo del maestro, pero bañada en indignación, puso su mano sobre los papeles de su interlocutor y con fuerza los posicionó en el escritorio.

—No me interesa como usted quiere que yo sea, solo deseo que arregle su error y me permita tener el agrado de no volverle a ver jamás —replicó altiva, calándole los ojos con desdén.

—¡Esto es una tremenda falta de respeto! ¡¿Quién se cree que es?! ¡Porque es bonita no más se cree tanto usted, niñita! —gritó frenético.

—No me creo nada, señor. Solo quiero que usted revise mi examen como se lo revisaría a cualquiera de mis compañeros, o de lo contrario me veré en la obligación de tomar medidas que involucren a las autoridades correspondientes —dijo impávida.

El profesor en ese momento probablemente se sintió amenazado, o de otra forma es complicado imaginar porqué terminó recurriendo a la violencia.

—Si usted quiere que le suba la nota, me va a tener que hacer caso —le dijo agarrándole el brazo con fuerza desmedida.

Fernanda estaba sorprendida, tanto, que no supo qué contestar, tampoco supo moverse para tratar de soltarse, ni gritar.

—Así tiene que ser usted pue' educadita, si usted es una niña bien, ¿o no? —acotó con tono calmo, pero amenazante, mientras acercaba su rostro al de ella.

<<Esto no me está pasando, porque si me estuviera pasando, yo ya me habría movido, ya le habría gritado, ya me habría liberado>>, pensó inmóvil Fernanda.

Si Agustín no hubiese entrado en ese momento porque la estaba buscando, si su amigo no hubiese abierto simpáticamente la puerta y llamado su nombre con completa ingenuidad, es difícil saber qué podría haber o no ocurrido, solo importó que ella no aprobó la materia y que se vio obligada a repetir el ramo al año siguiente.

Por más que entre Agustín y Fernanda existiera una confianza infinita, solo hablaron una vez de la experiencia vivida por la joven, pero eso fue más que suficiente para que Agustín aceptara escaparse con ella cada vez que su amiga tuviese clases con aquel profesor, a menos que esta debiese presentarse a una evaluación.


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