¿Qué tanto te atreverías a hacer?

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Lucas se levantó ese día con singular emoción. Vistióse rápido, sin notar que le miraban, y salió con el sobre en la mano. La reciente interacción con Agustín por medio de las cartas le estaba brindando la alegría que la violencia y la rutina le habían arrebatado. Su única camisa tenía bien remendada las mangas, pero tanto los pantalones como los zapatos estaban impecables, iguales al día en que le fueron entregados. 
Si bien el trabajo que debía hacer no era complicado, la concentración era vital para evitar accidentes. Lo único que hacía era sentarse frente a una mesa y coser una y otra vez el mismo patrón en diferentes calzados, procurando no enterrarse la gran aguja en las manos, ni errar en la constancia de las puntadas; la repetición de la tarea por largas horas podía propiciar heridas sin la debida fortaleza mental. Juan trabajaba en otra sección, pero se las arreglaban para encontrarse en secreto durante los almuerzos cuando tenían oportunidad. A pesar de que sus puestos no estaban particularmente separados, era mejor para Juan que no lo viesen mucho con Lucas, o eso era lo que González creía.
<<Le voy a pasar la carta a penas lo vea>>, pensaba parado frente a la puerta de su pequeña habitación, con algo de rubor en las mejillas, con algo de electricidad bajo el pecho.
<<Agustín y yo nos la vamos a arreglar>>, estaba repitiendo  en su mente,  cuando un vecino lo sacó de su ensimismamiento, colocándole una mano sobre el hombro.

—Cuando era chico el tiempo no pasaba.
—¿Ahora?
—Ahora sí, pasa siempre rápido. Con cada segundo se me quema una hora en la espalda.
—¿Es mi culpa?
—No. Es culpa del tiempo, todo esto es culpa del tiempo.
—¿Por mostrarnos las cosas antes de que pasaran?
—Por quitarnos la sorpresa…
—¿Quién se cruza hoy?
—¡El tipo en la puerta! ¡A ese ni las muertes lo matan!
—Se cruza entonces también mi abuelo con Fernanda.
—¡Se cruzan todos hoy día, y ese tipo en la puerta me llama!
—No abras, ya abriste más de una vez y él lo sabe.
—No lo trates de él… no nos separes.
—Tú lo supiste porque lo sabrás y lo sabes. La puerta de todas formas se abre.
—Lo estoy dejando entrar, ¿escuchas a los demás?
Qué roja la alfombra de la pieza, sobre ella hay marcadas manos, no pies. Lucas no despierta aunque suene mil veces el timbre. Una cama grande, otra más pequeña en la habitación de hotel compartida. Sobre la alfombra una mesa con solo dos sillas, preciosas, forradas del mismo rojo que el piso y las sábanas que fueron antes blancas.

La oficina de Toribio olía a licor barato, y tabaco. El aire dentro del lugar sabía a veces a llanto, o eso pensaba Benedicto cada vez que entraba. Era curioso, pero no le desagradaba del todo pasar por ese umbral, no desde que su esposa ya no era ella misma, no desde que en su mente, su hijo con morir le amenazaba. De haberle pasado algo a Agustín en la primera infancia, es probable que el hombre no hubiese sentido nada, era normal que los niños se murieran… pero era tan extraño pensar que el tiempo se lo quitara después de  casi treinta años. No hablaba con nadie en casa, el silencio que le gustaba reinaba entre el adobe y las grietas antiguas… pero no se sentía completo, y quizás nunca lo haría. Hablar no estaba mal a veces, incluso si era con un esclavista, con un alcohólico o con una versión de sí mismo que no había tomado decisiones equivocadas.

Aún no cruzaba el umbral de la delgada puerta, provista de un cuadrado de cristal en la parte superior; cuando decidió detenerse al comprender que Toribio estaba ocupado discutiendo con alguien más. Dentro de la sala se distinguían dos difusas figuras, quizás un trabajador adolescente, con la frente alta y las manos a los lados.
—¡¿Me estás diciendo mentiroso?! ¡¿Qué te has creído?! ¡¿Quién piensas que hasta ahora te ha mantenido?! —el tono se suavizó por un momento, para cargarse luego de ironía—. ¿Crees que tu sueldo se lo doy a cualquiera? Estos no saben lo que tienen…  
<<Siútico*>>, clasificó en su mente Juan de Dios.
—¿No le parece que yo tengo poder sobre mis propias decisiones? Fue usted mismo quien hasta hoy me dijo que me ayudaría a buscar un futuro mejor. No le creí a usted un hombre que faltara a su palabra, ¿o seré acaso una pieza tan indispensable que dejarme ir le llevaría a la quiebra? Reempláceme como se reemplaza a quien pierde un dedo. Seguro encontrará rápido a otro como yo, otro que sepa leer y esté dispuesto por unos pesos a venderle hasta el alma —Juan no agachó la cabeza ni cambió su firme expresión de serenidad.
— ¡¿Tú crees que no hay más que lean y quieran plata?! ¡Como tú hay varios! Pero me habías caído bien... —aunque deshonesto la mayoría del tiempo, en esto último no mentía. Juan siempre había sido educado, respetuoso, pero también directo, y decidido, le recordaba a él en su juventud.
—Cuatro veces me prometió el aumento. Cuatro veces esperé en vano. Dos veces me prometió el ascenso, dos veces esperé también en vano, ¿cómo habría de creerle? —Juan tomó aire y antes de darle la espalda para marcharse agregó—. Si renuncio en lugar de solo no volver, es por cortesía, por el agradecimiento que mantengo a usted por haberme empleado cuando lo necesitaba. Buen día. 
Cuando Rojas cruzó el umbral, no reconoció al padre de Agustín parado al otro lado.
—Buenos días —saludó por educación agachando levemente la cabeza, como si llevase el sombrero puesto.
—Buenos días —replicó Benedicto, con más amabilidad de la que él mismo esperaba.
<<Qué amable, es raro que alguien vestido así me devuelva el saludo>>, pensó, tratando de callar un leve sentimiento de envidia que le provocaba la pulcritud del traje que el otro llevaba. 
<<¿Qué vendría a hablar con el patrón?>>.

—¿Cómo durmió, vecino? —preguntó el hombre cargando su pesada mano sobre los hombros de Lucas.
El joven se estremeció. Su alegría se evaporó en cuanto volteó a ver a su vecino.
—Bien. Si me disculpa, debo irme al trabajo —no le miraba, pero su voz no podía ocultar su desagrado.
—¿Va al correo? —preguntó tratando de quitarle el sobre—. Lo acompaño si quiere.
—No, no voy al correo. Voy a trabajar, y usted debería hacer lo mismo.
El vecino suspiró mientras trataba de descubrir sin éxito el nombre del destinatario en la carta.
—Que le vaya bien entonces. Nos vemos —dijo dándose la vuelta, ocultando en su rostro su enojo. Ya preguntaría por el contenido del papel cuando los demás estuvieran dormidos, cuando las paredes no le escucharan hablar, cuando Lucas abriera medio dormido la puerta.

Al llegar al trabajo González se sorprendió de ver a Juan de Dios fuera, rogándole que no entrase ese día, ni el siguiente a trabajar.
—Fernanda y yo los podemos sacar de acá —le explicó antes de saludar—. ¿Qué tanto te atreverías a hacer contar de irte de esta ciudad, o de este país, y llevar contigo al Agustín? 

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