―Señorita... ¿Por qué está usted asustada? ―preguntó Juan de Dios con la voz firme, quería hacer notar que ella podía confiar en él.
Los ojos de Fernanda se abrieron un poco y vieron, muy, muy lejos de ese lugar, un futuro que no era como el de los sueños, pero que contenía, entre muchas cosas, felicidad.
―Tuve un sueño extraño... ―confesó con timidez―. Me hizo pensar que quizás... Que quizás había cosas de mí que usted no notaba.
El joven se colocó a su lado, el fuego le dibujaba un inestable rubor en la cara.
―¿Como qué? ―cuestionó. Su tono, que seguía serio y calmo, trataba de hacer notar una valía que jamás demostraría si no frente a ella.
Arregló su vestido, luego hizo girar el sombrero en sus manos.
―Que a veces también temo y deseo que nada cambie, que también he anhelado quedarme siempre igual en un sitio, sin tener nunca que arriesgar nada.
Juan de Dios sonrió con amargura, y pasó su mano por sobre las mejillas de Fernanda. Trató de que el toque fuera tan suave como el roce de las brisas sobre las hojas, y así lo percibió ella,
―Lo sé, señorita ―murmuró―. Usted es fuerte, pero es humana, ¿qué humano no tiene derecho a sentir?
Los ojos se le llenaron de lágrimas, recuerdos vivos tatuados en su mente le gritaban que ella no tenía acceso a esa habilidad. Siendo niña, no debía actuar como se esperaba que lo hiciera, no si deseaba que los niños la vieran como una más. Solo sería una igual si nunca permitía que la espiaran cuando llorara, si no dejaba que nadie sospechara el miedo que le infundían algunos de sus profesores y la idea de reprobar, si ninguno de sus compañeros imaginaba siquiera lo difícil que le era sentir las miradas en sus faldas.
―Derecho a sentir...
―¿Usted cree que no me doy cuenta de las tribulaciones que en ocasiones la gobiernan? ¡Por supuesto que lo hago! ―suspiró―. Mas usted rara vez pide ayuda, y eso vuelve la tarea de ayudarla tremendamente difícil.
―Disculpa ―dijo en voz baja, casi imperceptible.
―No se disculpe, Fer ―le abrazó y dejó pasar unos segundos―. ¿Pensaría usted que la dejaría marchar sola?
Ella no dijo nada, probablemente no era necesario.
―Jamás lo haría, cumpliré con lo que le he prometido, señorita ―el agarre un poco más fuerte―. No la dejaría sola, así que no se preocupe ni reflexione de más. El viernes veintitrés seré yo el primero en tomar su maleta.
Por culpa del ardor, Agustín despertó antes, mientras aún Lucas dormía bajo la sábana con tierna comodidad.
El rubio se quedó mucho tiempo mirándole, sabiendo que nada los molestaría.
<<¿Te gusta dormir hasta tarde, Lucas? Nunca te lo he preguntado... Espero que sí, porque entonces luego nos podremos quedar días enteros durmiendo solamente para ver mejor los bordes de la noche, pero no cualquier noche, yo quiero la noche de invierno, ¡sí! Esa es la que quiero. La tarde helada que se hace infinita, cuando amanece tarde y oscurece temprano, cuando puedo acercarme a ti excusándome del frío>>.
Debían ser las seis, no era tarde en absoluto. El amanecer aún no llegaba y no lo haría hasta pasadas las ocho de la mañana, como ocurre por esas fechas en Santiago. Sin embargo, Agustín ya pensaba en marcharse.
―Lucas... Lucas ―musitó.
El joven abrió los ojos con dificultad, sin despertar del todo. Sonrió.
―Te ves lindo despeinado... ―saludó.
Agustín le dio un pequeño golpe en el hombro.
―Me voy a ir a casa, no quiero que se den cuenta de que no estoy ―¿estrellas?
―¿No habías dicho que querías quedarte? ―desilusión y somnolencia.
―Te ves lindo despeinado... ―comenzó a reagrupar su ropa.
Lucas le dio un golpe en la espalda.
―Tú no pierdes nunca...
―¿Frente a ti? ―un beso corto, tibio―. No, nunca.
Agustín avanzó hacia la puerta y giró silenciosamente la manilla.
―¡Nos vemos el veintitrés!
―¡Haz silencio!
Y esa fue la última vez que estuvieron ambos en una habitación en esa casa. Agustín jamás volvería a pisar el lugar que guardaba las memorias de su infancia, no por lo menos en esa vida.
El tiempo se encargaría de alejarlo de David y de Fernanda, incluso aunque los tres se negaran a tomar caminos divergentes. La senda que escogía tenía una única compañía y con los meses, se convencería a sí mismo de que no necesitaría nunca nada más, tal vez porque los "nunca" pueden ser mucho más cortos de lo que uno imagina al pronunciar la palabra.
Asunción armó silenciosamente su maleta esa noche. Era martes veintitrés de agosto, y sabía que su hijo preparaba también la suya.
Benedicto dormía plácidamente, como lo hacen los borrachos, en la cama de la solitaria habitación matrimonial. Ella estaba lista para hacer lo que quería, para marcar su autoridad.
Horas atrás había puesto el mismo sedante que antes los médicos hubieron recetado a Agustín, en la bebida de su esposo. Surtieron mejor efecto del esperado, incluso se llegó a preguntar si no lo habría matado antes de tiempo por accidente.
Claro que no quería causarle ningún daño, no grave... Quizás se hubo pasado en la dosis, pero para cuestionarse ya era tarde, el proceso había comenzado. Le dio vuelta y usando las cintas con las que de joven amarraba su cabello, le ató las manos en la espalda.
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Nosotros [COMPLETA]
RomanceLucas es un joven con muy mala suerte; Agustín, un hombre demasiado afortunado. Ambos solo tienen en común estar estudiando la misma carrera en la misma universidad, o al menos, eso es lo que desean creer... Chile en los años veinte fue un constante...