Hermanos

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La cera de la vela se había gastado hasta dejarla casi sin combustible, mas aun así, Lucas no podía utilizar la única lámpara a gas de la casa, esa era para su madre, y aunque tuviese que leer sacrificando sus ojos, ese hecho no iba a cambiar.

La corbata de su hermano mayor estaba colgada sobre la manilla de su pieza sin motivo aparente, pero si como narrador escribiera que él no soñó varias noches con amarrarla a la lámpara sin corriente que había en el techo, y aprovechar el impulso para cortar su propia respiración, incurriría en una mentira.

Desde hacía un corto tiempo que la idea de la muerte le parecía fascinante, aunque tal vez, lo que le atraía no era la muerte, sino la agonía; el sufrimiento que podría autoinfligirse durante unos segundos —que para su mente serían varias eternidades—, le provocaba gran curiosidad. Sin embargo, desde que su siempre alegre hermano mayor, desde que su excelente ejemplo de vida, desde que su inocente y hasta tonto punto de apoyo se lanzó al mar y decidió no volver a salir sino hasta que su alma se hubiese marchado, resolvió que por llevarle la contraria, ignoraría todo deseo de cambiar o apagar el sofocante rumbo que estaba comenzando a tomar su vida.

Pedro González a los treinta y seis años de edad, en noviembre de mil novecientos veinticuatro, se lanzó al mar después de haberse amarrado las manos a un saco con arena. ¿El motivo? Solo Lucas lo sabía, y en el fondo sentía un poco de responsabilidad, pero nunca se lo contó a su madre y mucho menos a su hermana, quien en el momento contaba con catorce años recién cumplidos.

Con la muerte de Pedro, los planes de Lucas de ir a estudiar literatura fuera del país, quedaron sepultados bajo la obligación de administrar los escasos recursos que su padre había dejado atrás hacia años, hasta que él mismo pudiera graduarse y conseguir un sustento para mantener a su progenitora y hermana. Por supuesto, estudiar una carrera que tuviese peso le sería mucho más útil que instruirse en lo que verdaderamente le apasionaba. Entrar a estudiar leyes no era su deseo, sino su deber, un deber que no tendría que haber sido suyo, pero que por descarte había recaído sobre sus hombros.

Lucas estaba profundamente enojado con su hermano, no sería capaz de perdonarlo hasta que su vida se hubiese agotado, o eso pensaba.

—¿Por qué llegaste tan tarde anoche? ¿De nuevo andas saliendo en vez de estudiar? —le preguntó áspera su madre mientras arreglaba sus escasos cabellos, cuando su hijo estaba a punto de salir rumbo a la casa de estudios.

—Ayer avancé en un trabajo con un compañero. Usted no se preocupe, que estoy haciendo lo que me pide —replicó con la voz apagada, pero la mirada altiva.

—¡No me mires así! ¡Fíjate que yo te he criado todos estos años, no me puedes pagar con faltas de respeto! Ándate ligerito* mejor —exclamó agitada.

Al rededor de media hora después de que Lucas oyera aquellas palabras de boca de su madre, se enfrentó a una inesperada situación que provocó que se perdiera la primera y la segunda hora de clases, debido a que poco después de cruzar el portón de la entrada, el joven fue involuntariamente absorbido por un grupo de personas.

<<¿Cómo fue que terminamos así?>>, preguntó Lucas desde su mente, esperando llegar a comunicarse con su compañero de grupo, Juan de Dios, quien se hallaba sentado a su lado.

<<No me mire a mí, yo también me quiero ir>>, le respondió el muchacho sin querer.

—No pensé que ustedes fueran a venir, se ven tan responsables que creí que iban a dejarnos solos con el Agustín —les dijo sonriente una bella mujer de pelo castaño oscuro, y ojos miel, mientras sujetaba una taza de café.

—Pensé lo mismo, sobre todo del Juan —contestó sonriente Agustín Ramírez—. Aunque tú Lucas... Tenía el presentimiento de que ibas a venir aunque me dijeras que no.

—No sabes lo mucho que detesto que pongan en duda mi buena educación. Si terminé acá es meramente porque tú señalaste que sería maleducado de mi parte rechazar la propuesta dada por la dama —contestó Lucas con un leve enojo en la voz.

—¿Ves como mi presentimiento no falló?

—¿Qué hay de ti Juan? ¿Por qué viniste? —preguntó con malicia la mujer al muchacho, que de solo imaginar la respuesta, se ruborizó.

Juan de Dios Rojas no podía responder, pues eran dos los motivos que lo habían llevado a perder sus horas de estudio, el primero: la belleza de la joven lo turbó, y no pudo escuchar bien cuando ella le habló; el segundo: el pobre no sabía cómo decir "no".

—Fernanda, no seas pesada con mi amigo —repuso el rubio.

Debido a que no se ha dado una descripción correcta del entorno con el único propósito de mover un poco el orden de la narración, corresponde que ahora sea explicada de mejor manera la situación.

Juan de Dios, Agustín y Lucas fueron invitados por Fernanda Poblete a su hogar con el único propósito de entretenerla, pues ella por algún motivo, nunca asistía a las primeras clases del día miércoles. Agustín siempre la acompañaba, pero deseando jugarle una broma a los dos más introvertidos que conocía, y más que nada por querer hacer algo que pudiese alegrar su propia mañana, sugirió a su amiga llamarlos también. Ella no se negó ni lo cuestionó <<Si le caen bien al Agustín, a mí también>>.

La casa estaba ubicada en el barrio República, pero a diferencia de los hogares de los demás personajes, estaba llena de vida, ruido y felicidad. La primera persona en recibirlos fue la madre de la joven que los invitó a quedarse por cuanto ellos quisieran, luego apareció el padre a decir que si necesitaban algo le avisaran e iría enseguida, eran sin duda personas que vivían en un mundo completamente alejado de cualquier tipo de problema, parecían por lo menos ante los ojos de Lucas y Agustín, seres increíblemente libres.

Los muchachos y la mujer estaban sentados en el comedor, pero la conversación parecía estar estancada, o eso a primera vista.

—Tu intuición no es más que una manipulación deliberada, un ataque directo a mis valores morales y el respeto que le tengo a mi familia, ¿te parece correcto decirle a alguien que recién conoces una cosa así? —para Lucas, al igual que para muchos chilenos, el calificativo "mal educado" pesaba bastante más que cualquier ofensa directa a su madre o padre.

—Bueno, pero ¿está rico el té que te sirvieron? —contestó el rubio cargándose hacia el lado de su interlocutor.

—Sí, pero ¿eso qué tiene que ver? —dijo mirándolo amenazante.

—Eso quiere decir que valió la pena, ¿ves? Me deberías dar las gracias por pedir que te invitaran.

—¿Cuántos años tienes? ¿No te das cuenta de que para el Juan es difícil hacerse el tiempo para estudiar? Esto es muy desconsiderado de tu parte, el otro día me contó que tiene que ayudar harto a su mamá en la casa y además quiere cumplir con sus deberes acá.

—Yo no lo veo muy preocupado... —acotó apuntando al susodicho con la vista.

Fernanda y Juan estaban riendo, pero el motivo de la risa del chico era un ataque de nervios, no solo estaba expuesto a gente nueva, sino también a una mujer que cumplía con todo lo que alguna vez podría haber soñado, le parecía un ser irreal; ella en tanto, reía porque estaba pasando un buen momento molestándolo.

Agustín y Fernanda se conocían desde la más temprana infancia, y si se tuviera que describir su relación, tendría que decirse que eran algo más que amigos, pero algo menos que familia. Ambos tenían personalidades tan parecidas que de no ser porque entre ellos no existía la más mínima semejanza física muchos habrían pensado que eran hermanos, pues la conexión entre ellos resultaba ajena incluso para David Poblete, que en más de una ocasión sintió, no era tan cercano a su propia hermana como lo era Agustín.

<<Espero que estando con más gente se le olvide que ese viejo degenerado está dando clases como si nada hubiera pasado>>, pensó Agustín mientras la escuchaba reír. 









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