Abrazo

47 8 20
                                    

La caja en la cual fueron alojadas las cenizas del cigarro, había sido hacía años el envoltorio de unos chocolates que el abuelo de Agustín regaló al joven, luego de que por fin pudiese aprender a leer. Fue un premio mucho más dulce y valorable que el "Con su deber no más cumple" obsequiado por su madre.

Aunque no se podía notar desde la distancia, Agustín se hallaba a sí mismo en conflicto frente a la presencia de Lucas. Una parte de él, alegre rogaba por ver que el tiempo no pasara, por seguir admirándose de la belleza encontrada en sus palabras, y el nerviosismo que le provocaba su mirar; la otra parte temía profundamente equivocarse al hablar, y terminar por exponer de esa forma sus sentimientos, o que pasara algo mucho peor, como sería que la suave y firme voz de Lucas, terminara haciéndole dar el temible paso que separa el gusto del querer.

—Me dijiste que era nada más una banalidad, pero no creo que lo sea —se acercó y apoyó su mano sobre el hombro de Agustín—. Lo que has dicho es bellísimo, ¿no te das cuenta?

<<¡Ah! Que toque más cruel el que me estás regalando, estimado. Esa muestra de apoyo que no es nada, para mí significa tanto... ¿Y si es esta la última vez que sentiré que me tocas?... ¡No, eso ¿qué habría de importar?! ¡A esto ya me he acostumbrado, por eso sé que no puedo esperar nada más!... Porque si lo hago y no lo paro ahora, tengo el presentimiento de que algo en mí podría terminar mal... Siento muerte en el alma, muerte mía, muerte tuya, muerte de las flores y todo lo demás. Tu toque me sabe a muerte y premonición, estimado>>. Pensó Agustín sin exteriorizar su confusión.

—Tomaré el halago, pero ahora me dejaste con curiosidad, ¿no me darás el gusto de saciarla? —dijo el rubio, actuando como si la situación no le afectase, pero sin poder ocultar lo encarnado de sus orejas.

Lucas sonrió con melancolía, y llevando su frustración a la narración comenzó:

—Mira, es que yo tenía un hermano, un hermano mayor que no sé si quería tanto como él me quería a mí. Mi papá se murió cuando yo tenía como ocho años más o menos, y desde entonces Pedro, que así se llamaba, se obsesionó con mi hermana y yo. Creo que intentaba ser nuestro papá, pero él era un niño también y no uno muy brillante... cosa que heredó de mi madre. —tomó un sorbo más—. Cuando mi padre falleció, mi madre quedó a cargo de los terrenos de la familia, pero por desgracia y debido a su falta de educación en aspectos ajenos al hogar, fue estafada en más de una ocasión y vendió los bienes familiares a precios considerablemente bajos.

—Eso debió haber sido terrible... Es inquietante, perturbador, que en pleno siglo XX esas cosas aún ocurran —señaló su interlocutor con tristeza, recordando como su única amiga luchaba por acceder a más educación a la vez que el mundo intentaba negársela.

—Tienes razón, es claustrofóbico, a pesar del avance tecnológico, a veces pareciera que siguiéramos en la colonia.... Aunque a mí lo ocurrido con mi madre no me afecta demasiado a día de hoy, pues a pesar de que tengo memorias dispersas, de mi niñez recuerdo muy poco  —dijo como recién dándose cuenta.

—Que lástima...

—Pedro intentó ser, desde el inicio del luto, el "hombre de la casa". Estudió en la universidad y se recibió de abogado, todo parecía ir bien con él... Pero no encontraba trabajo y ahí viene la parte que yo no entiendo... De un día para otro, él estaba ganando muy buen dinero, ya no nos faltaba nada. Hasta me iba a pagar un viaje de estudios a Europa, porque yo quería con toda mi alma estudiar literatura allá —su mirada se turbó por un momento—. Incluso aprendí francés y me preparé para el viaje. ¿Sabes? Mientras acá estamos tan atrasados, en París está pasando de todo, el arte allá vive más que nunca.

—Si algún día voy ten por seguro que te llevaré conmigo, quieras o no —dijo decidido Agustín, no era una broma.

Lucas se sonrió. Esa propuesta infantil era para su corazón de un bello calor tibio e incoloro.

Nosotros [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora