Violencia

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"Santiago, julio 25 de 1927

¿Errores? Ahora ya no creo en ellos, ya no más. La ventana rota cuela el frío mientras espero noticias de ti, pero no considero un error el golpe que le di accidentalmente hace unos días; pues la helada me refresca el pecho durante las largas tardes sin respuesta. No te imaginas lo feliz que me pongo al abrir los sobres.

Curiosa pregunta la que has propuesto, supongo que en este tiempo he aprendido que no hay algo como los errores, la vida, la muerte, todo, son solo una sucesión de hechos casi siempre azarosos... aunque no lo niego, quizás me gusta más la idea de culpar al destino y a Dios que a mí mismo.

Me he levantado con mayor fuerza el día de hoy que los anteriores, lo atribuyo, precisamente a la falta de sueño, ¿no te ha pasado alguna vez que duermes poco o nada, pero a la mañana siguiente te sientes mejor que nunca? Eso es lo que me ocurrió hoy. Te dejaré un fragmento de un cuento que comencé a escribir gracias a esta repentina energía:

«Solo una vela derretida calienta la noche bajo mi morada. Es gracias a ella que puedo notar el ojo escondido en la despensa...». Hay más, pero asumo que te sería trabajoso leerlo, ya con las letras que mando debe ser suficiente. Pronto podrás reconocer este comienzo en el periódico, guárdalo, y yo después, cuando sea el día indicado, te lo leeré (si es que quieres, claro).

¿Cómo te has sentido hoy? Espero que bien. Dile a Don Augusto que le estoy profundamente agradecido".

Se levantó de la silla con movimientos erráticos, y se detuvo frente a la ventana, pensando en el golpe que quebró el cristal mientras se defendía de "el loco" de la habitación de al lado. Se sentía avergonzado y culpable por las acciones de otro, pero estaba agradecido de haber sido capaz de echarlo antes de que fuera... tarde. Los últimos años había recibido demasiados golpes, y se estaba, poco a poco, acostumbrando.

Esa desagradable memoria le llevó a recordar la ausencia de uno de sus caninos inferiores y dos molares, también sentía por ello profunda vergüenza, y temía por el día en el que debiese exponerse frente al otro sin los dientes mencionados. Encontraba las cavidades asquerosas y antiestéticas, mas, el deseo de volver a verle aplacaba sus nervios.

Decidió borrar el agradecimiento al sentarse otra vez, y comenzó a reescribir la carta, dispuesto a cambiar el final. Le pareció, luego de verse las manos, que él no merecía dirigirle la palabra a don Augusto.

 Le pareció, luego de verse las manos, que él no merecía dirigirle la palabra a don Augusto

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Poco después de sentarse frente a su puesto de trabajo, Juan notó lo que al principio sus ojos habían pasado por alto: casi todos eran niños, y mujeres. Los más pequeños estaban encadenados a las máquinas para mantenerlos quietos mientras trabajaban; pero de todas formas, ninguno parecía moverse demasiado, más por la costumbre que por las amarras. Allí hubieron estado la vida entera, y sus padres esperaban que allí también se quedaran. Ninguna de esas familias podría haber mantenido a los demás hijos de otra forma.

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