Reloj

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―No te preocupes, hay muchas personas que se sobreponen a los síntomas con el correcto tratamiento, y muchos otros que ni por estar cerca enferman ―comentó la joven compresivamente, sin haber esperado a que Juan diera la contestación―. Estás más preocupado por miedo a que la María se contagie, que por ti y tu madre ¿o no? Si hasta ahora ha estado bien, no creo que nada malo le vaya a pasar.

El chico consiente de la bondad de ella, evitó a toda costa reflejar en su rostro la vergüenza que ese comentario le había provocado, ni la culpabilidad que le hizo sentir.

<<¿En qué clase de persona me convierte haber pensado primero en mi bienestar y comodidad antes que en la salud de mi familia? Por lo menos ella cree que soy una buena persona>>.

―¿Tengo que llevarla al sanatorio? No puedo imaginarla cediendo ante esa idea... la última vez que le sugerí ver a un médico estaba furiosa, pero que se quede en casa es...

―Es malo para los tres de ustedes. El aire de la ciudad solo la va a perjudicar ―miró hacia varias direcciones, y al comprobar que nadie les observaba, le abrazó brevemente―. No tienes que hacerte cargo de todo esto solo, sabes que yo te puedo ayudar en lo que sea.

<<No tengo plata para tratarla, mi madre no quiere que haga otra cosa que estudiar, pero pedirle dinero a alguien sería peor que su desdén... ¿y si dejo la universidad y continúo después?>>.

Juan pensó por un segundo en corresponder el abrazo de Fernanda, pero no fue capaz, la razón tomó posesión de sus pensamientos, en un abrir y cerrar de ojos ya se había apartado, su acompañante pareció desilusionada.

―¿Sabe usted cuánto aprecio que esté aquí? No lo creo ―sonrió―. Si la ven abrazando a un hombre sin otra compañía, ¿qué dirán las gentes de usted? No puedo dejar que nadie le falte el respeto a su honra por mi culpa, señorita.

La mujer sonrojóse sonriendo de vuelta.

―Tengo que irme a clases, nos vemos después, Juan ―dijo tentada de despedirse con un beso en la mejilla, pero sin concretar la acción por no contradecir al muchacho.

Los puños cerrados, un vaso roto, una botella sin abrir afuera, tres, cuatro, cinco libros tirados sobre la alfombra, ojos llorosos de rabia, un poco de fiebre, un pequeño dolor imperceptible, una mano sangrante y la mente desequilibrada. Luz fría de la ventana, luz tibia de la lámpara, calor tibio de la vida, frío extremo en las palmas.

―¡No me puedes hacer esto! ―gritó Agustín frente a la puerta de su habitación. La única respuesta provino de la reverberación.

Lo habían dejado solo, encerrado en su alcoba. Su hermano, Julián, quien se suponía debía estar en casa decidió acudir a un llamado a la puerta y no volvió a entrar; uno de sus compañeros de colegio lo buscaba para un partido de fútbol que se llevaría a cabo esa misma tarde, no pudo negarse frente a la insistencia y el aburrimiento. Los otros muchachos encontrábanse en la biblioteca del liceo; en tanto, Asunción, como hacía regularmente, se hallaba visitando a una vieja amiga de la infancia, a la cual le guardaba especial cariño; mientras que Benedicto esperaba impaciente la llegada de un tren en Estación Central.

―¡Esto ya es mucho! ―exclamó, no hubo contestación.

<<¿En serio me dejó acá encerrado y solo? Esto es demasiado, incluso viniendo de él>>, pensó con calma, con calma conseguida después de haber quebrado un vaso contra la puerta, botar al suelo los libros para molestar a quien estuviera en el piso de abajo, llorar un rato solo por enojo, dormir una hora y fallar al recoger los trozos de vidrio hiriéndose dos dedos.

―No le debí haber dicho nada mejor... no fue muy inteligente de mi parte avisarle ―dijo mirando el suave camino que la vida trazaba en su palma―. Me debo ver ridículo con el corte en la mano y la herida en la frente... ¿Por qué sangran tanto los dedos?

Nosotros [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora