Lucas es un joven con muy mala suerte; Agustín, un hombre demasiado afortunado. Ambos solo tienen en común estar estudiando la misma carrera en la misma universidad, o al menos, eso es lo que desean creer...
Chile en los años veinte fue un constante...
—Es que señora, yo no entiendo como usted permite esto... ¡¿Qué tan fuerte cree que puede llegar a ser una sola persona?! ¡Yo no creo poder seguir así! ¡Yo...! —gritó Pedro exaltado al notar el moretón que cubría el antebrazo y mano de Asunción.
La mujer no le miraba, mantenía la cabeza en alto apuntando en la diagonal opuesta al hombre. Deseaba preservar su orgullo, su dignidad, pero por sobre todo, quería desesperadamente evitar ver las lágrimas que con certeza inundaban los ojos de esa silueta tan cercana en corazón, tan lejana en realidad.
—Por favor dígame algo... siento que perderé la cordura... con todo lo que he visto este último tiempo ya poco o nada de honor hay dentro de mis pensamientos, pero eso no puede evitarme discernir lo correcto de lo incorrecto. No está bien que un hombre pegue así a una mujer...
—No están bien tantas cosas... pero, ¿eso qué más da? Un mozo como usted debería ya dejar de ser tan inocente frente a la vida. La violencia es parte de nosotros, ¿no se ha dado cuenta de eso? Usted que me ha gritado, él que me ha golpeado, mi hijo que no me habla, nuestro país que se enriqueció a costa de la guerra, y yo que me he encargado de vivir odiando... todo aquí se trata de dañar, por favor, no se excuse en cosas tan pequeñas para...
—¿Para?
—Para tratar de acercarse a mi persona.
—No son cosas pequeñas... son todas grandes, gigantescas, desde su llanto silente hasta la guerra.
—¿No lo va a negar?
—No, no puedo, a usted yo no le mentiría.
—Pero más de algún secreto me llegaría a ocultar, ¿no es verdad?
—Los necesarios como para que usted no perdiese en mí el respeto, que deseo creer, me profesa.
<<No me ha mentido>>.
El toque que le dio a su mano para dejarla descansar sobre esa fuente de agua fría, la amabilidad de su silencio, la frialdad sentida al dejar de sentir su cuerpo, sus ojos cegados de rabia, y esa sombra que crecía detrás de sus espaldas, quedaron grabadas a fuego en una mente que para vivir se nutría solo de recuerdos.
En la fuerte mirada de Pedro no cabían ni dudas ni vergüenza, la oscuridad de su iris solo ocultaba sentimientos que no debían decirse, pero que no por eso se callaban.
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Juan de Dios observó con detenimiento a Agustín, y desde lo más profundo de su ser expresó tímido y respetuoso:
—Creo que le debo una disculpa, he subestimado su capacidad, y sinceramente pensé que había sido mala suerte que me hubiesen agrupado con usted... No debí haber hecho cosa semejante como dejarme llevar por los dichos de terceros, en serio lo lamento.
Agustín no pareció afectado por las palabras del muchacho, su expresión no cambió. Se mantuvo como siempre en sociedad, con una sonrisa débil formada únicamente por los labios y los incipientes bigotes que esa mañana había olvidado afeitar.
—Pierde cuidado con ese tema, ya es costumbre. Además, en parte, varios de esos rumores tienen razón. Dice mucho de un hombre el poder disculparse cuando la situación así lo amerita, aquello no solo lo agradezco, también lo admiro —respondió con tono amable.
Después de escucharle hablar el único que podría haber notado que Agustín sí temía de las palabras ajenas, era Lucas.
<<Está mintiendo, sí le importa, se nota que le enoja. Pero se ve también que realmente agradece que alguien le pida perdón... le deben disgustar más los pecados por omisión que las mentiras... porque las mentiras las puede leer, no así las frases que no son nunca dichas>>, pensó Lucas.
—Parece ser que no era un engaño lo que me dijiste cuando nos conocimos, Agustín, la gente sí hablaba de ti en su tiempo libre. Cuando me lo trataste de explicar en la bienvenida pensé que era porque te gustaba ser centro de mesa*... supongo que yo me tengo que disculpar también, ¿o no? —comentó González jovial.
Juan de Dios se sintió acogido por la singular manera de alivianar el ambiente de su compañero. Y sin estar muy atento a las facciones de los otros dos, sonrió.
—Mmm... lo siento, Lucas, lo tuyo sí que no lo puedo perdonar —dijo el rubio muy serio.
El más pequeño de los contertulios sorprendido dejó de sonreír, comenzó a sentir pequeños atisbos de ansiedad subiendo desde su pecho hasta su boca. Recordó que no tenía ya amigos porque todos se peleaban y siempre quedaba fuera, sin tomar bandos, sin tener derecho o motivación como para hablar.
—Y eso ¿a qué se debe, su merced? —contestó Lucas fingiendo con picardía formalidad.
—Juan pensó mal de mí porque no me conocía, y no lo culpo, es verdad que tengo malas notas, pero tú llegaste a esa conclusión mientras hablabas conmigo, ¿no te parece cruel? A mí me lo parece —puso su mano izquierda sobre su pecho, estrujando entre su puño la corbata—. Podría incluso llorar...
—Cambié de opinión, retiro mis disculpas, es claro que mi primera impresión fue inequívoca. Juan, cuando seas mayor, si es que quieres tener amigos, trata dentro de lo posible no hacer bromas como esas, porque la verdad, no causan gracia —comentó González intentando no mirar a Agustín para no reírse.
<<Ah, estaban jugando... hacía tiempo que no jugaba...>>, se dijo el muchacho.
—Está bien Lucas, te haré caso —dijo mirándole con admiración.
Agustín se levantó de la silla y se sentó en el piso, entre ambos jóvenes, con un aire serio, real. Como si de repente las risas hubiesen transportado sus pensamientos y razón hacia un callejón apartado de la memoria, pero no dijo nada, solo se quedó quieto imaginando que su mente le recordaría momentos como ese cuando estuviera solo, cuando ya ninguno de los dos pudiese acercarse y llamarle por su nombre.
Los minutos que transcurrieron posteriores a esta acción, fueron conversaciones cuyo hilo no podría haber sido seguido por nadie que no estuviese enterado de varias situaciones mundanas transcurridas en las instalaciones de la universidad, pero el lector no debe sentir que algo falta, sino, dejar que le sea mostrado aquello que realmente importa, no el contenido, sino la percepción.
Cuando se disfruta de la compañía de un grupo de personas, son pocas las ocasiones en las que se recuerdan las conversaciones, más se suelen guardar en la memoria cosas como las risas, las expresiones, y esa extraña sensación de calma eufórica, que te dice con cada marca del reloj que el tiempo de felicidad se agota, pero que deja grabado a fuego en la psiquis el sentimiento de disfrute previo a la despedida. Se gozan los momentos porque se sabe que son limitados, cada uno de estos hombres se entretuvo con la compañía del otro porque los tres tenían en mente que el trabajo estaba ya casi terminado, y porque la hora de despedida había sido fijada con anterioridad.
"No existe algo como la felicidad dentro de lo eterno".
Solo cuando Juan de Dios se despidió de Lucas en la puerta, recordó aquello que le atemorizaba. La señora que vendía el pan cerca de su casa llevaba dos semanas comentando sin parar su gran temor a seguir atendiendo, debido a los desmesurados brotes de tuberculosis aparecidos ese mes en la zona urbana.
Ser "centro de mesa": Querer siempre ser el centro de atención y el tema principal de conversación. Una persona a la que le gusta resaltar permanentemente, como un adorno puesto en el centro de una mesa.