Tacita

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Asunción no solo estaba molesta, y triste, estaba indignada. No podía comprender que con el paso del tiempo, y la violencia a la que fueron sometidas en el pasado, el destino siguiera regalándole cosas a Hilda. Puede que hacía unos años, o tal vez, tan solo unos meses, nunca la hubiese envidiado, pero en ese momento exacto, las cosas eran diferentes.

Habiéndose calmado sentóse en la mesa de la cocina, olvidando por completo la pérdida de la carta, tantas pérdidas tenía, y tan poco que había acumulado...  su mente estaba ocupada en la imagen de su única amiga, pálida, como un papel, con la manga del vestido arremangada, manchada de sangre y el cabello despeinado. No pudo evitar preguntarse al verla, si es que se habría o no enfermado de todas formas si no hubiese peleado con su familia durante su juventud.

Mirando una servilleta mal doblada, recordó las clases de economía doméstica en el colegio de monjas al que asistieron. Hilda siempre había sido mejor que ella en esa clase, y en todas las demás, era una joven brillante, pero criticaba demasiado su entorno, e insistía en llevarle la contra, no solo a las profesoras, sino también a sus padres. En su memoria, la sonrisa de su amiga en la adolescencia se había embellecido, así como lo hacen todos los recuerdos preciados, que por más bien guardados que estén, se desvanecen sobre el imaginario, fundiéndose con una fina capa de idealización.

Las lágrimas secándose en su cara se sentían como cadenitas que le colgaban de la vista, ya no podía más. No lloraba por su amiga, no lloraba por la juventud lejana, ni por Pedro, ni por su hijo enfermo, lloraba por ella misma y por nadie más. Asunción deseaba muerte y sangre, pero no podía obtenerla, en cambio, igual que siempre, Hilda se llevaba lo que ella anhelaba y se lo adjudicaba con extrema promiscuidad. El escenario actual le recordaba a cuando su amiga se había ido de casa para no casarse, importándole poco o nada que la desheredaran... ese día Hilda se fue feliz, la muy desgraciada se fue feliz mientras que ella, habiendo hecho todo lo que debía, seguía estancada, perdiendo contra la misma mujer que sacaba mejores calificaciones, frente a la misma niña que bordaba tan bien, frente a la misma que hablaba y todos escuchaban, ¡frente a la misma que crio niños ajenos, y le salieron ambos cariñosos y amables, no como los suyos! 

Si la tacita de té guardada en la parte más alta de la estantería hubiese podido hablar, se habría reído de Asunción, recriminándole lo inútil que hasta ese momento había sido su vida; le diría que no sabía pensar por sí misma, y que teniendo todo, nada se le quedaba pegado al alma. La taza sería la misma que también gritaría morbosa "¡Patética!",  al verla esperando por un amante muerto. O eso se imaginaba la mujer, furiosa al notar que no podría alcanzar a la única sobreviviente, cuidadosamente guardada fuera de su alcance.

―¡Yo, que te lavé con tanto cuidado! ―exclamó la mujer subiéndose a una silla―. ¡Para que vengas a reírte de mí, maldita!

La taza no contestó.

―¡¿Ya no quieres hablar más?! ¡Cuéntale! ¡Cuéntale a ese hombre todo lo que he hecho a sus espaldas! ¡Cuéntale tú, que te encanta hablar! ¡Cuéntale, para que me pegue, y me deje en el piso de la cocina! ¡Eso te haría feliz, ¿no es verdad?! ¡Cuéntale al que te guardó en lo alto para dejarte viva! ―la silla se tambaleaba, la tacita permanecía quieta, pero de poder moverse, habría temblado tan asustada como la silla.

Cuando la mano humana hubo llegado a destino, Asunción tuvo que encorvar hacia adelante su cuerpo para permitirse mayor alcance. Le tomó un momento, pero después de casi perder el equilibrio, consiguió agarrar el asa del objeto anhelado. Mas al tomarlo, la silla, en un intento desesperado por salvar a la taza, resbaló, provocando que Asunción cayera, estrellando fuertemente su delicado cuerpo contra el piso.

Lucas miraba curioso a Agustín, sentía, en el fondo cierto miedo mezclado entre su profunda confusión. Le parecía que Ramírez se alejaba cada vez más de él, y no apropósito, como si se marchara arrastrado por las olas en el mar, sin darse cuenta de que la orilla es cada vez más difusa. Este pensamiento, sin embargo, se lo guardó, deseando estar equivocado.

La otra noche había tenido un sueño así, un sueño donde el tiempo convertido en niebla le obligaba a tomar un camino que lo separaba de Agustín. Solo por un segundo al recordar, le pareció que su hermano podría ser la niebla en sus pesadillas. Tampoco comunicó esa conclusión.

―No sabía que tenías interés por el cine ―dijo tratando en vano, de no hacer notar sus tribulaciones.

―¿Piensas que estoy hablando de esto para evitar otro tema, Lucas? ―Agustín parecía, por primera vez, cerca de molestarse.

―Lo pienso, pero mi pregunta era genuina.

―Lucas, ¿te acuerdas de que una vez me dijiste que si se renuncia a lo que se ama, no hay vida que espere? He pensado bastante en eso... ―Tomó un cigarro desde uno de sus bolsillos y se lo colocó en la boca, sin embargo, no lo prendió―. Creo que entonces estaré cerca de morir, y lo peor, es que siento el peso del pensamiento tan real... como si lo tuviera sobre el cuerpo.

<<Hay cosas a las que no quiero renunciar, pero no podré evitar hacerlo, ¿moriré cuando las pierda, o aprenderé a seguir viviendo?>>.

El pelinegro pareció desconcertado con la afirmación, si hace unos segundos había querido acercarse, algo ahora le detuvo.

<<¿Yo ya viví esto?>>, pensó mirando al rubio intensamente, sin encontrar respuesta inmediata en su subconsciente.

―¿A... a qué te refieres con eso? ―preguntó asustado de la posible contestación, casi tímido.

―Ni yo mismo sé qué estoy diciendo ―rio―. Debo seguir con fiebre, creo que estoy divagando.

Lucas se acercó a él y le puso tiernamente la mano sobre la frente. Tal y como el hombre había anticipado, su temperatura estaba elevada. Se concentró un momento en la sensación feliz que le otorgaba tocarlo, aunque fuera solo como un acto de precaución, y no retiró su palma hasta verse interrumpido.

―¿Tanto tiempo necesitas para revisar mi temperatura? ―dijo agarrándole la mano para bajarla―. ¿O será que tiene usted más de una intención?

Lucas rio nervioso y le golpeó con poca fuerza el brazo, a modo de reproche.

―¿Te pagan por molestar a la gente o lo haces gratis?

―Por gusto, puede decirse que es amor al arte.

Lucas tomó asiento junto a Agustín, teniendo cuidado de tocarlo mínimamente con el roce del borde de sus pantalones. Se quitó la corbata y comentó:

―Creo que deberías dormir un rato en vez de salir ―al terminar de decir la frase, se acostó en la cama, muy cerca de la pared, repitiendo el escaso toque, solo para ver su reacción.

―¿Qué clase de propuesta es esta? ―Agustín tenía las orejas enrojecidas, pero confianza en la sonrisa.

―Te propongo que duermas la siesta, antes de que te desmayes otra vez. No creo que sea bueno que hayas salido de casa en primer lugar, pero ya que estás acá, me veo en la obligación de cuidarte.

―Poco más y terminas hablando igual a mi papá... ―dijo recostándose quedando de espaldas a Lucas.

González no respondió, disfrutó por unos momentos de escuchar la respiración de Agustín y notar las curvas de su cabello desde un ángulo nuevo. Desde esa posición fue capaz de percibir dos cosas de importancia: 1) Las orejas de Agustín se enrojecían aun más si lo tocaba sin querer al moverse. 2) Ambos estaban pensando en lo ocurrido la última vez que habían estado solos en esa habitación.

Estando sobre el frío suelo de la cocina, Asunción descubrió con maravillosa curiosidad un pequeño, pero filoso cuchillo bajo la mesa, sin darse cuenta de que la tacita había sobrevivido milagrosamente.













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