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Lunes, cuatro de la tarde y vuelta a empezar. Otra vez, lo mismo de todos los días. Encender este maldito cacharro del siglo pasado, abrir los programas que me sirven para trabajar, aguantar los aires de superioridad de todo el que llama y estar postrada en esta silla tan incómoda hasta la noche. ¡Cómo me duele el culo aquí! Debería comprarme una silla de escritorio nueva, pero no creo que dure mucho esta situación y me da rabia gastar el dinero en cosas que realmente no necesito. ¡Como si no tuviera cosas que pagar!

Esta habitación cada vez se me hace más pequeña, me da un poco de claustrofobia a pesar de tener una ventana considerablemente grande frente al escritorio. Paredes blancas, una mesa de Ikea de madera clara, el ordenador del trabajo y justo detrás de mí un caos de ropa y armarios a medio montar. La intención no era convertirlo en un despacho. Yo quería un vestidor provisional hasta que comprara los armarios. Pero nada, a la nueva normalidad hay que adaptarse y así me adapto yo, con una sala caótica para trabajar. No he podido ni decorarla, tampoco es que tenga ninguna idea. Para mí, esta sigue siendo la habitación del horror.

El ordenador se vuelve a quedar colgado y mi paciencia está casi consumida. Tendría que haber empezado a trabajar hace diez minutos. Le doy al botón de reiniciar y llamo al teléfono de mi jefe.

- Hola, soy Alma, el ordenador se ha vuelto a quedar en negro – explico – estoy reiniciando por tercera vez – miento para dramatizar la situación.

- Sin problema Alma, lo dejo anotado.

- Gracias.

Cuelgo, mi jefe es buen tipo, aunque de muy pocas palabras. Hace casi dos años que nos conocemos y creo que cuando más hemos hablado fue en la entrevista que me hizo para contratarme. La llamada me da un poco de margen para poder empezar con tranquilidad.

En realidad, odio mi trabajo. Bueno, odiar es una palabra fuerte, pero no me gusta. Es estresante, debo ser simpática todo el tiempo con personas bastante desagradables y no es de mi sector, ni siquiera se le parece. Siempre lo he dicho y lo mantengo, es un trabajo temporal, un trabajo que paga mis facturas por el momento, pero sé que me iré, sé que hay algo mejor esperándome. Si no fuera por los compañeros tan maravillosos que he conocido en esta empresa, sería mucho peor. Ellos hacen que los días sean cortos y las risas largas. Los añoro muchísimo desde que estoy trabajando en casa, espero que volvamos a la normalidad pronto, ya empezamos a verle la luz a toda esta situación de mierda.

¿Quién nos iba a decir a nosotros que íbamos a vivir en una pandemia mundial en pleno año 2020? Aún hay días que no me lo creo. Cada dos por tres nos cierran los perímetros por los contagios que hay en los pueblos y la ciudad, luego nos vuelven a abrir, hay restricciones de movilidad y de aglomeración, los establecimientos están cerrando, la gente se queda sin trabajo, otros movemos la oficina a casa y así estamos. En una incertidumbre constante, parece ser que ya está acabando. Al menos nos han quitado lo de ir con mascarillas por la calle, que desde mi punto de vista es horrible. Pero claro, somos 65 o 70 personas en mi empresa, es impensable que nos juntemos todos a diario. La buena noticia, es que ya nos podemos mover por toda la provincia de Sevilla, es muy buena señal. Podemos ver a la familia y amigos. Siempre que esté todo controlado, los bares y las discotecas vuelve a abrir. Hemos llegado a tener hasta toque de queda, lo que era una pesadilla, porque no podía salir más tarde de las nueve de la noche de casa y para sacar al perro me las veía complicadas. Menos mal que todo va pasando, el tiempo lo cura todo, hasta las pandemias. Llevamos más de un año de caos.

Seis horas y un dolor de cabeza insoportable después, por fin he acabado. No sé por qué estoy tan contenta, solo es lunes. Me quedan otros cuatro días de tortura – me digo. Quiero cenar y dormir, pero lo primero es lo primero. Pongo es el perro más paciente y bueno del mundo, nunca da guerra mientras estoy trabajando así que al terminar tengo que darle un paseo nocturno. Me consta que le encanta, estos paseos son nuestros momentos especiales. El día que vi en una de las muchas páginas de adopciones que sigo en Facebook, la foto de Pongo me enamoré al instante, fue un auténtico flechazo con esos ojos azules. Era un peluche blanco con manchas grises y mucho pelo. Su cara de pena pudo conmigo y mandé la solicitud de adopción en ese mismo instante. Contacté con la protectora que llevaba su caso y un mes después, Pongo llegaba a casa. El nombre lo traía puesto y decidí no cambiarlo porque desde pequeña siempre me ha gustado mucho la película de 101 Dálmatas de Disney. Me costó bastante que me concedieran su adopción porque como era un bebé y era muy bonito, había muchas personas interesadas en él. Insistí muchísimo e incluso fui en varias ocasiones al refugio para verlo y que se acostumbrara a mi presencia. Los chicos y chicas de la protectora no pudieron decirme que no al ver mi entusiasmo y cómo Pongo no se separaba de mí cada vez que iba. Me alegro mucho de que fuera así, ahora tengo un perrazo de 25 kilos sentado a mi lado en el sofá y somos muy felices juntos. Lo del gato fue mucho más duro. Porque sí, también tengo un gato. Al mudarme, vi una colonia de gatos callejeros cerca de la calle dónde vivo. Un día que iba paseando por la zona, vi a un tipo que había matado a los gatitos con un bote de matarratas. Llamé a la policía y ellos se encargaron del cabrón asesino. Cuando ya me iba, me di cuenta de que había una bolita de pelo negro escondido detrás de un arbusto temblando de frío, casi no podía andar de lo pequeño que era. Lo cogí y me lo llevé a casa. Estuve varias semanas alimentándolo con biberón y con supervisión veterinaria. Lo saqué adelante y se quedó conmigo para siempre. Él es Ares, mi guerrero superviviente. Si no fuera por ellos dos, la vida solitaria que llevo sería mucho más fea. Me alegran los días y me dan amor incondicional. Hace un año me resultaba impensable que mi vida fuese así y aquí estoy, feliz con mis bichos e independizada. Ha sido todo un reto, pero tengo que admitir que me encanta. Me costó acostumbrarme a mi nueva vida. La tranquilidad de mi casa era chocante, estaba acostumbrada al bullicio de un bloque de pisos. Yo vivía con mi madre y mi hermana Noa, en un apartamento pequeño, un cuarto sin ascensor. Subir las escaleras todos los días era horrible y si llegaba un poquito piripi se hacía un mundo. Aquel fue mi hogar durante gran parte de mi adolescencia y principio de la edad adulta. Siempre olía a comida porque la señora que vivía enfrente cocinaba muchísimo. Mi minúsculo cuarto estaba pintado con un horrible amarillo pollo que no podíamos cambiar, porque en el contrato de alquiler había una cláusula que impedía cambiar el color de las paredes. Una auténtica estupidez, desde mi punto de vista. Quince largos años allí metida. Aun así, conseguí sacarme los estudios con ese amarillo tan feo de fondo y no me volví loca, bueno, quizás un poco loca sí que estoy. Culparé a las paredes hasta que se demuestre lo contrario.

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