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- Deberíamos irnos, se hace tarde – digo mirando la hora.

- Alma, hemos bebido, no es momento de conducir.

- Es cierto – digo mirando las dos botellas de vino vacías que hay en la mesa.

- ¿Te apetece dar un paseo? Así hacemos tiempo.

- Claro. Tengo el coche a dos o tres calles de aquí, pero no conozco mucho esto. ¿Dónde vamos?

- Hay un parque grande a una manzana. Podemos ir allí y nos quedamos un rato más.

- Me parece bien.

Salimos del restaurante, cierra bien con llave la puerta trasera por dónde hemos entrado y nos vamos caminando. El trayecto se me pasa rápido. El parque que decía está a unos minutos a pie. Es bonito, a pesar de estar iluminado solo con unas farolas cada varios metros. Hay bancos y muchos setos haciendo un camino.

- Mi casa está muy cerca de aquí, yo crecí en este parque.

- Es bonito.

- Bueno... es un parque – se encoje de hombros. – Mis amigos y yo jugábamos todas las tardes aquí hasta que venían nuestras madres para mandarnos a casa.

- ¡Qué guay! La infancia es la mejor época, ¿verdad?

- Indudablemente. Siempre fui un buen niño. No me metía en problemas – comenta.

- Tus padres tenían que estar encantados.

- Sí, supongo que estaban acostumbrados. Mi hermana tampoco fue mala – se le pone la expresión triste.

- Eso es bueno. Yo fui más rebelde.

- ¿Tú? Mentira. Si fuiste a un colegio religioso – se ríe.

- No tiene nada que ver. Cuando llegué al instituto empecé a dejar de estudiar y a juntarme con los rebeldes de la clase.

- Vaya, vaya... Alma sin ley.

- Ja, ja, ja. Totalmente. Menos mal que maduré.

- Todos maduramos. Es ley de vida.

- Unos más que otros.

- Coincido.

Nos sentamos en un banco y Asier se pega a mí más de lo que lo ha hecho en toda la noche. Cuando giro la cara para decir algo más, me besa. No me da tiempo a reaccionar. Lo correspondo, este beso sí me apetecía. He estado toda la noche bien, divirtiéndome con él, notando sus miradas intensas y calmando a la peliculera que llevo dentro. Sin embargo, ahora es cuando me siento bien de verdad. Entre sus brazos me calmo. Le respondo con un poquito más de intensidad. Muerdo suavemente su labio inferior y él suelta un leve suspiro. Vuelve a devorarme la boca. Me pone la mano en la nuca, yo me pego más a él, como si quisiera fundirme con su piel. Le acaricio la cara, los brazos. Nos separamos el tiempo justo para coger una bocanada de aire y seguir con nuestra batalla: piel, labios, lengua... es sexy. Es un beso que se intensifica, que quema, arde en mi boca, me derrito en la suya. No sé cuanto tiempo estamos así, pero mi cuerpo empieza a despertar. Desde lo más profundo de mi ser lo deseo. Lo añoro sin haberlo probado, lo reclamo sin hablar. Con un movimiento rápido me pongo a horcajadas encima de él y sus manos van a parar a mis caderas. Estamos en plena calle, parecemos dos adolescentes locos por meterse mano. No lo hacemos. Solo son besos, besos con fuerza, besos con ansias.

Conforme me voy acostumbrando a sus labios van espantándose los fantasmas de mi cabeza. Primero me deshago de los nervios, luego viene la capa de la inseguridad, después desaparece la timidez y por último me quito los miedos. Hay una capa que se me resiste, esa se me ha pegado como si fuera parte de mi piel. Casi es una coraza, casi es una costra que no consigo arrancar: la experiencia. Y aparece Héctor. En mi cabeza, sólo por un instante veo su cara. Los mismos ojos que vi desde la acera de enfrente de la discoteca cuando me subí al coche de Mara. La misma expresión pasiva. Héctor. El innombrable.

Me separo bruscamente del beso de Asier, tenemos la respiración entrecortada y dificultosa, las pupilas dilatadas y la piel arde como si fuésemos puro fuego. Estamos cachondos. Al él se le nota más juzgar por el bulto que se clava entre mis piernas. Él sin fantasmas, yo con muchos. Él conmigo, pero para mí somos tres. Héctor está en mi cabeza. Un clavo saca otro clavo, – me repito como un mantra – este tío te gusta. Es el momento de sacar a Héctor. Quiero acabar lo que hemos empezado. Quiero que Asier me desnude los sentidos y espante los demonios.

- ¿Podemos ir a tu casa? – arrastro las palabras muy cerca de él.

- No. No vivo solo, ¿recuerdas?

- ¿Al coche?

- ¿Cómo?

- Venga, vamos a follar en el coche – se le cambia la expresión.

- No, Alma – dice suavemente acariciándome la espalda. Me tenso.

- ¿Cómo que no? Habrá que terminar lo que hemos empezado, ¿quieres aquí? – miro a mi alrededor por si hay público.

- No, no quiero ni aquí, ni en el coche. Lo siento – intenta besarme de nuevo.

- ¿Lo sientes? - me aparto más.

- No tenía intención de que esto acabara así.

- Asier vamos a follar – impongo.

- Eh... - silencio.

- ¿Pero qué te pasa? – insisto. Me quito de encima suya y me siento a su lado.

- No me pasa nada, pero no lo voy a hacer en el coche ni en la calle.

- ¡No me jodas!

- Alma no te enfades. Quiero hacer las cosas bien.

- ¿Hacer las cosas bien es calentarme en un banco para nada? ¿Tenemos 15 años?

- Joder no, es que...

- Es que, ¿qué? – me levanto del banco.

- Tengo muchas ganas, no me malinterpretes. Creo que has podido notar las ganas que te tengo, – mira hacia su entrepierna abultada - pero quiero hacerlo bien. Disfrutarlo, tener tiempo. La primera vez no será con prisas.

- Uff... - mierda. Es encantador hasta para cuándo quiere follar.

- No te enfades – se levanta y me coge la mano.

- No.

- ¿No lo prefieres así?

- Asier ahora mismo habla mi deseo más primario, no la razón.

- El mío ha estado a punto de cometer una imprudencia, estamos en un parque – lo miro y me sonríe. Tiene las mejillas y los labios enrojecidos.

- Está bien, pero me voy a casa – me rindo.

- Vale.

ALGODonde viven las historias. Descúbrelo ahora