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Tres días seguidos, tres días en los que Héctor no ha parado de venir a mi casa. No le he abierto la puerta en ningún momento, pero empieza a ser difícil no hacerlo. Dentro de poco vuelve Asier. Cada día estoy más liada, más confusa.

¿No me vas a abrir?

Sé que estás en casa.

Te vi por la ventana.

Joder, esto es muy de acosador. Se parece al tío este de la serie You de Netflix. Empieza a darme grima.

Llevo varios días intentando verte.

Los mensajes están acompañados de varias llamadas perdidas. No se da por vencido. Creo que lo mejor será escuchar lo que tiene que decir y zanjar esto (de nuevo).

- ¿Qué coño quieres, Héctor? – pregunto malhumorada en cuanto abro la puerta.

- Verte, preciosa.

- Ya me has visto, adiós.

Interpone el pie entre la puerta para evitar que la cierre y me enseña por la ranura que se ha quedado abierta una botella de vino.

- Traigo vino y comida china. Déjame pasar, por favor.

- No – sigo empujando la puerta esperando a que quite su maldito pie.

- Venga ya, Alma. Déjate de tonterías. Somos adultos.

- Yo soy adulta, tú solo eres gilipollas – murmullo.

El forcejeo dura pocos segundos más, tiene fuerza y de un empellón abre la puerta y se cuela en mi casa. Mierda. Ya ha conseguido entrar.

- Dame una última oportunidad, si después de cenar conmigo no me quieres ver, me iré para siempre – suena alentador.

- Pero es que ya tengo decidido que no te quiero ver.

- Una cena – insiste.

- Está bien – me doy por vencida, creo que podré soportar una cena con Héctor.

- Así me gusta, nena – puaj, es asqueroso.

Preparamos todas las cosas y nos disponemos a cenar. No ha traído una, sino dos botellas de vino. Está frío y desde el primer sorbo me relaja. No tengo nada de hambre así que mientras lo escucho hablar, me dedico a juguetear con la comida y a beber. Intento evadirme de todo lo que me está diciendo, no quiero escucharlo. No quiero que me convenza, no quiero que me atrape de nuevo. Es una cena para perderlo de vista. No más. Es la última cena, después me despediré para siempre de este Judas que sólo me desestabiliza la vida. Está contándome no sé qué historia sobre lo mal que lo ha pasado este último año, otra vez lo mismo. Me echa de menos, bla, bla, bla. Si lo miro detenidamente puedo ver al chico del que me enamoré. Si consigo olvidar todo lo que me hizo, hay restos de una relación bonita. Si no me hubiera destrozado la vida, todo sería diferente. Pero al final, mi compañera Vicky tenía razón, todos los gilipollas vuelven. De una manera u otra, vuelven a tu vida para intentar jodértela una vez más.

El vino empieza a hacer su efecto a la tercera copa, la voz de Héctor está cada vez más lejos en su monólogo en el que intervengo para asentir y decir algún que otro monosílabo. No sé cuánto tiempo llevo sentada delante de él, intentando no creerme toda la mierda que sale por su boca. Su boca. No es tan perfecta como la de Asier, pero recuerdo que hacía cosas muy buenas ahí abajo. Y la nariz, recta y larga, un poco picuda. Perfectamente acorde con el resto de su cara. Lo que sí me volvió siempre loca, fueron sus ojos. Ojos negros con unas pestañas kilométricas que los enmarcan mejor que cualquier rímel. No sé cómo no me di cuenta de la cara de hijo de puta que tiene. Caído del cielo, sí. Pero hijo de puta, a fin de cuentas. Es un puto lobo disfrazado de cordero. Y ojo, yo me creí al cordero. Cuando me pone esa sonrisa de lado, me mira con sus ojos brillantes y me recita sus mentiras, me lo creo. No sé por qué, pero me lo creo. Me creí que me quería, me creí que iba a estar conmigo, me creí que debía abortar.

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