CAP IV

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HACE DIEZ AÑOS

UNIVERSIDAD LOCKLAND


—¿De verdad no vas a contarme qué ha sido eso? —preguntó Victor detrás de
Eli mientras cruzaban las enormes puertas y entraban al Comedor Internacional
de Lockland, más comúnmente conocido como CIL.
Sin responder, Eli recorrió el salón con la mirada en busca de Angie.
A Victor, aquel lugar le parecía un parque temático: tenía todos los elementos
mundanos de una cafetería, pero escondidos bajo fachadas de plástico y yeso
que, puestas una al lado de la otra, quedaban fuera de escala y de lugar. En torno
a un espacio cuadrangular poblado de mesas, once puestos de comida
anunciaban menús diferentes en letras diferentes y con distinta decoración. Junto
a la entrada había un bistró, con un portón bajo para la fila. A su lado se oía
música italiana y se veían varios hornos de pizza detrás del mostrador. Al otro
lado, estaban las tiendas de comida tailandesa, china y de sushi, decoradas con
farolas de papel coloridas, brillantes, primarias y atractivas. Junto a ellos había
una tienda de hamburguesas, otra de carnes, una de comida casera, un bufé de
ensaladas, un puesto de batidos y un café básico.
Angie Knight estaba sentada cerca del restaurante italiano, haciendo girar su
tenedor entre las pastas; los rizos cobrizos le caían sobre los ojos mientras leía
un libro que tenía sujeto bajo la bandeja. Un ligero estremecimiento recorrió a
Victor cuando la divisó: el placer voyeurista de ver a alguien antes de ser visto; de poder, simplemente, observar. Pero el momento terminó cuando Eli también
la vio, y sin que dijera una sola palabra, ella lo miró. Eran como imanes, pensó
Victor, que se atraían entre sí. Lo demostraban todos los días en clase, y también
en el campus, porque la gente siempre se les acercaba. Incluso Victor sentía esa
atracción. Y luego, cuando estuvieron bastante cerca… bueno. En un instante,
Angie rodeó el cuello de Eli con los brazos y apoyó sus labios perfectos en los
de él.
Victor apartó la mirada para darles un momento de intimidad, lo cual era
absurdo pues aquella demostración de afecto era muy… pública. Algunas mesas
más allá, una profesora alzó la vista de un periódico que estaba leyendo, arqueó
una ceja y pasó la página con un fuerte chasquido. A la larga, Eli y Angie
lograron separarse, y ella saludó a Victor con un abrazo, un gesto simple pero
genuino, con la misma calidez pero sin el calor con que había saludado a Eli.
Y no le importó. No estaba enamorado de Angie Knight. Ella no le pertenecía.
A pesar de que la había conocido primero, de que alguna vez él había sido el
imán que la atraía, y ella se le había acercado en el CIL aquella primera semana
de clases durante el primer curso, y habían bebido batidos porque aún hacía un
calor infernal a pesar de estar en septiembre, y ella tenía la cara encendida por
haber corrido en la pista, y él, por estar con ella. A pesar de que ella ni siquiera
había conocido a Eli hasta segundo curso, cuando Victor había llevado a su
compañero de cuarto a comer con él porque le había parecido que era buen
karma.
Maldito karma, pensó mientras Angie se apartaba y regresaba a su asiento.
Eli compró sopa, y Victor, comida china, y los tres se quedaron sentados en el
comedor cada vez más ruidoso, y comieron y hablaron de nada en especial,
aunque Victor estaba desesperado por averiguar cómo diablos se le había
ocurrido a Eli elegir a los EO como tema para su tesis. Pero Victor sabía que no
le convenía interrogarlo delante de Angie. Angie Knight era una fuerza. Una
fuerza de piernas largas y la mayor curiosidad que Victor hubiera conocido.
Tenía apenas veinte años, las mejores universidades la buscaban desde que había
aprendido a conducir, le habían dado una docena de tarjetas de presentación
seguidas por una docena de ofertas y otras tantas cartas de seguimiento,
sobornos sutiles y no tanto, y allí estaba ella, en Lockland. Hacía poco que había
aceptado una oferta de una firma de ingeniería, y cuando se graduara sería la
empleada más joven —y, Victor estaba seguro, la más brillante— de la
compañía. Y ni siquiera tendría aún veintiún años.
Además, a juzgar por el modo en que los otros alumnos miraron a Eli cuando
eligió su tema, ella se enteraría muy pronto de todas formas.
Por fin, después de un almuerzo salpicado de pausas y alguna que otra mirada
de advertencia de Eli, sonó la campana y Angie se marchó a su siguiente clase.
Ni siquiera tenía otra clase, supuestamente, pero se había inscripto en una
asignatura optativa más. Eli y Victor se quedaron sentados, observando cómo se
alejaba su nube de cabello rojizo con toda la alegría de quien va a comer tarta,
no a una clase de química forense, eficiencia mecánica o el tema que hubiera
elegido esta vez.
Mejor dicho, Eli la observó alejarse; Victor observó a Eli observándola, y algo
se le retorció en el estómago. No era solo que Eli le hubiera robado a Angie, lo
cual ya era bastante malo; Angie también le había robado a Eli. Al menos, al Eli
más interesante. No al de dientes perfectos y risa fácil, sino al que se ocultaba
debajo de eso, brillante y agudo, como trozos de cristal roto. En aquellos trozos
irregulares, Victor veía algo que reconocía. Algo peligroso y ávido. Pero cuando
Eli estaba con Angie, eso nunca se veía. Era el novio modelo, cariñoso, atento y
aburrido, y Victor se encontró estudiando a su amigo, buscando señales de vida
mientras Angie se alejaba.
Pasaron varios minutos sin hablar al tiempo que el lugar se iba vaciando, hasta
que Victor perdió la paciencia y le dio una patada a Eli por debajo de la mesa.
Este alzó la mirada con indolencia.
—¿Sí?
—¿Por qué los EO?
El rostro de Eli empezó a abrirse muy, pero muy lentamente, y Victor sintió
que se le aflojaba el pecho con alivio al ver asomar el yo más oscuro de Eli.
—¿Crees en ellos? —le preguntó Eli, haciendo dibujos con lo que le quedaba
de la sopa.
Victor vaciló, masticando un bocado de pollo al limón. EO. ExtraOrdinarios.
Había oído hablar de ellos, tal como la gente oye hablar de cualquier fenómeno,
en sitios web de creyentes y en algún que otro programa de madrugada donde
algún «experto» analizaba videos borrosos de un hombre que levantaba un coche
o una mujer que quedaba envuelta por el fuego, pero no se quemaba. Pero oír
hablar de los EO y creer en ellos eran cosas muy diferentes, y por el tono de voz
de Eli no podía diferenciar de qué lado estaba. Tampoco podía adivinar de qué
lado Eli quería que estuviera él, por lo cual se le hizo infinitamente más difícil
responder.
—¿Y bien? —preguntó Eli—. ¿Crees o no?
—No lo sé —respondió Victor con sinceridad—, si es cuestión de creer…
—Todo empieza con creer —replicó Eli—. Con la fe.
Victor se retrajo al oír eso. Era algo que le costaba entender en Eli: se apoyaba
en la religión. Victor hacía lo posible por pasarlo por alto, pero era un escollo
constante en sus diálogos. Seguramente Eli presintió que lo estaba perdiendo.
—Con la curiosidad, entonces —se corrigió—. ¿Alguna vez te preguntas por
algo?
Victor se preguntaba por muchas cosas. Se preguntaba por sí mismo (si estaba
dañado, o si era especial, o mejor, o peor) y por otras personas (si realmente eran
todas tan estúpidas como parecían). Se preguntaba por Angie, sobre lo que
ocurriría si le contaba lo que sentía, cómo sería si lo eligiera a él. Se preguntaba
por la vida, la gente, la ciencia, la magia y por Dios, y se preguntaba si creía en
alguno de ellos.
—Sí —respondió lentamente.
—Y cuando te preguntas por algo —prosiguió Eli—, ¿no significa que una
parte de ti quiere creer en eso? Yo creo que, en la vida, queremos demostrar las
cosas, más de lo que queremos refutarlas. Queremos creer.
—Y tú quieres creer en los superhéroes.
Victor cuidó que su voz no denotara que lo juzgaba, pero no pudo contener la
sonrisa que esbozaron sus labios. Esperó que Eli no se ofendiera, que lo tomara
solo como buen humor, como un comentario ligero y no como una burla, pero no
fue así. El rostro de su amigo se cerró.
—Está bien, vale, es una tontería, ¿no? Me has descubierto. Me importaba una
mierda la tesis. Solo quería ver si Lyne la aceptaba —dijo, con una sonrisa más
bien hueca, y se levantó de la mesa—. Eso es todo.
—Espera —pidió Victor—. No es todo.
—Es todo.
Eli dio media vuelta, vació su bandeja y salió antes de que Victor pudiera decir
algo más.

Victor siempre llevaba un Sharpie en el bolsillo trasero.
Mientras recorría los pasillos de la biblioteca en busca de libros para dar inicio
a su tesis, le ardían los dedos por sacarlo del bolsillo. Su conversación fallida
con Eli lo había puesto nervioso, y ansiaba encontrar su silencio, su paz, su zen
personal, en la lenta anulación de las palabras de otro. Logró llegar a la sección
de medicina sin incidentes, y al libro que ya había elegido sobre psicología
agregó uno sobre el sistema nervioso humano. Tras hallar algunos textos más
pequeños sobre las glándulas suprarrenales y los impulsos humanos, los registró
y salió, con cuidado de mantener las puntas de los dedos, permanentemente
manchadas por sus proyectos de arte, en los bolsillos o por debajo del borde del
mostrador mientras la bibliotecaria examinaba los libros. Durante su estancia en
Lockland, había habido algunas quejas de «vandalismo» en los libros, y hasta de libros «estropeados». La bibliotecaria lo miró por encima de la pila como si él
llevara sus delitos grabados en el rostro y no en los dedos; por fin, escaneó los
códigos y le devolvió los libros.
Una vez en el apartamento de la universidad que compartía con Eli, Victor
vació su mochila. Se arrodilló en su dormitorio y colocó el libro de autoayuda
marcado en una repisa baja, junto a otros dos que había sacado de la biblioteca y
alterado, y se alegró en silencio de que aún no se los hubieran reclamado. Dejó
sobre su escritorio los libros sobre la adrenalina. Oyó que la puerta principal se
abría y se cerraba, y al entrar a la sala de estar unos minutos más tarde encontró
a Eli sentado en el sofá. Había dejado una pila de libros y varios impresos
engrapados sobre la mesa de café, también de la universidad, pero al ver entrar a
Victor tomó una revista y se puso a hojearla, simulando aburrimiento. Los libros
que había dejado sobre la mesita eran de temas como la función cerebral en
condiciones de estrés, la voluntad humana, anatomía, respuestas
psicosomáticas… Pero los impresos eran diferentes. Victor recogió uno y se
sentó a leerlo. Al verlo, Eli frunció ligeramente el ceño, pero no se lo impidió.
Los impresos eran capturas de sitios web, carteleras de mensajes, foros. Nunca
se los consideraría fuentes admisibles.
—Dime la verdad —pidió Victor, al tiempo que arrojaba las páginas
nuevamente a la mesita, entre los dos.
—¿Sobre qué? —preguntó Eli, como distraído.
Victor lo miró fijamente, sus ojos azules no parpadearon hasta que por fin Eli
dejó la revista, se incorporó y se volvió en su asiento, apoyando los pies con
firmeza en el suelo como un espejo de la postura de Victor.
—Porque creo que podrían ser reales —respondió—. Podrían —enfatizó—.
Pero estoy dispuesto a tomar en cuenta esa posibilidad.
A Victor lo sorprendió la sinceridad en la voz de su amigo.
—Continúa —dijo, con su mejor cara de inspirar confianza.
Eli pasó los dedos sobre la pila de libros.
—Intenta verlo de esta forma. En los cómics, con los héroes siempre hay dos
opciones: nacen o se hacen. Tenemos a Superman, que nació así, y a Spiderman,
que se hizo de esa manera. ¿Me sigues?
—Sí.
—Si haces una búsqueda básica en la web sobre los EO —dijo, señalando los
escritos con un gesto—, encuentras la misma división. Hay quienes afirman que
los EO nacen extraordinarios, y otros sugieren causas como la radioactividad, los
insectos venenosos y hasta el azar. Digamos que logras encontrar un EO, o sea,
que tienes la prueba de que sí existen; entonces la pregunta pasa a ser cómo.
¿Nacen? ¿O se hacen?
Victor observó cómo brillaban los ojos de Eli al hablar de los EO, y cómo el
cambio en su tono de voz —más grave, más urgente— acompañaba la crispación
nerviosa de los músculos de su rostro al intentar disimular la excitación. El
entusiasmo se le notaba en las comisuras de la boca; la fascinación, en torno a
los ojos, y la energía, en la mandíbula. Victor observaba a su amigo, fascinado
por aquella transformación. Él mismo podía imitar la mayoría de las emociones
y hacerlas pasar como suyas, pero la mímica tenía sus límites, y Victor sabía que
nunca podría igualar aquel… fervor. Ni siquiera lo intentó. Conservó la calma y
escuchó con ojos atentos y reverentes para que Eli no se desalentara y se
replegara.
Lo último que Victor quería era que se replegara. Le había llevado casi dos
años de amistad poder ver más allá de la fachada encantadora y azucarada, y
encontrar aquello que Victor siempre había sabido que se ocultaba detrás. Y
ahora, sentado junto a una mesa de café cargada de fotos de baja resolución de
sitios mantenidos por hombres adultos que aún vivían con sus padres, era como
si Eliot Cardale hubiera encontrado a Dios. Mejor aún, como si hubiera
encontrado a Dios y quisiera guardar el secreto, pero no pudiera. Se le veía a
través de la piel, como una luz.
—Entonces —dijo Victor lentamente—, supongamos que los EO sí existen.
Lo que vas a hacer es averiguar cómo.
Eli lo miró con una sonrisa que sería la envidia del líder de una secta.
—Esa es la idea.

Una obsesión perversa Donde viven las historias. Descúbrelo ahora