CAP XXXIII

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VEINTE MINUTOS ANTES
DE MEDIANOCHE
EL EDIFICIO EN CONSTRUCCIÓN
FALCON PRICE


Sydney corrió.
Atravesó el garaje del Esquire y salió a una calle lateral que daba la vuelta
hasta el frente del hotel y terminaba pocos metros a la izquierda de la entrada
principal. Había un policía cerca de la puerta, dándole la espalda, bebiendo café
y hablando por teléfono. Sydney sintió el peso de la pistola en su bolsillo —
como si el arma oculta fuera a llamar más la atención que una chica perdida con
chaqueta roja y un enorme perro negro—, pero el policía nunca se dio vuelta.
Era tarde y circulaban pocos vehículos por la calle; el tráfico iba aletargándose
conforme avanzaba la noche, y Sydney y Dol cruzaron la calle a la carrera sin
ser vistos.
Sydney sabía con exactitud a dónde se dirigía.
Serena no le había dicho que se fuera a casa. No le había dicho que escapara.
Le había dicho que fuera a algún lugar seguro. Y para Sydney, durante la
semana, seguro había dejado de ser un lugar y había pasado a ser una persona.
Específicamente, su lugar seguro había pasado a ser Victor.
Y por eso Sydney corrió hacia el único lugar donde sabía que Victor iba a estar (al menos, según el perfil que le había hecho subir esa noche a la base de
datos de la policía, el que había leído una decena de veces mientras esperaba y se
armaba de coraje para pulsar el botón de «Publicar»).
El edificio en construcción Falcon Price.
La obra parecía una mancha oscura en la ciudad, como una sombra entre las
luces callejeras. Estaba rodeada por un cerco delgado de madera, paredes de dos
pisos, de las que a la gente le encantaba vandalizar porque eran provisionales y a
la vez sumamente visibles. El cerco estaba empapelado con anuncios y carteles,
alguna muestra de arte callejero aquí y allá, y un logo de la constructora.
Oficialmente, había una sola manera de entrar a la obra: por una puerta que
había en el frente, también hecha de placas de madera, que estaba cerrada con
una cadena desde hacía unos meses.
Pero ese día, antes, cuando Mitch la había llevado allí para que resucitara al
agente Dane, le había mostrado otra vía de entrada, no por la puerta encadenada,
sino por la parte trasera del edificio, a través de un punto en la cerca donde dos
grandes paneles de madera se superponían ligeramente. Él había agrandado la
brecha entre las placas para que pudieran pasar, y los paneles habían vuelto a
cerrarse después. Sydney sabía que podía escurrirse hacia el interior sin tocar las
paredes, porque incluso estando cerrados los paneles quedaba un pequeño
espacio triangular cerca de la base. Soltó el pescuezo de Dol y le preocupó que el
perro saliera corriendo, pero no lo hizo: se quedó observando cómo ella cruzaba
la abertura. Dol parecía angustiado por la decisión de Sydney, y a la vez,
decidido a seguirla. Cuando ella llegó al otro lado y se puso de pie, sacudiéndose
la tierra de los pantalones, el perro se agachó y, arrastrándose y retorciéndose,
logró cruzar por el espacio entre las tablas.
«Bien hecho», susurró Sydney, mientras Dol se levantaba y se sacudía.
Al otro lado de la cerca había una especie de patio, una extensión de tierra
cubierta de piezas de metal, madera multilaminada y bolsas de cemento. El patio
estaba a oscuras, sombras sobre sombras que hacían peligroso el trayecto desde la cerca hasta el edificio. Este en sí era inmenso, incompleto, un esqueleto de
acero y hormigón con cortinas de plástico que parecían gasas.
Pero en la planta baja, más allá de varias capas de plástico, Sydney divisó una
luz.
Era tan difusa que, si el patio no hubiera estado tan oscuro, quizá no la hubiera
visto. Pero la vio. Dol se pegó al costado de Sydney, que estaba de pie en el
patio, sin saber bien qué hacer. ¿Estaría Victor ya allí? Ella no tenía su teléfono,
y no podía calcular la hora por la luna aunque hubiera sabido cómo hacerlo,
porque no había luna: solo una gruesa capa de nubes que reflejaban tenuemente
la luz de la ciudad.
En cuanto a la luz que había dentro del edificio, era estable, constante, más
como una lámpara que como una linterna, y en cierto modo eso hizo que Sydney
se sintiera mejor. Alguien la había colocado allí, había preparado el lugar, había
planificado. Victor planeaba las cosas. Pero cuando dio un paso hacia el edificio,
Dol le bloqueó el paso. Cuando ella lo rodeó, las mandíbulas del animal la
sujetaron con firmeza por el antebrazo. Ella se torció, pero no logró soltarse, y
aunque el perro era cuidadoso y no la mordía, la tenía bien aferrada.
«Suéltame», susurró Sydney.
El perro no se movió.
Entonces, al otro lado del edificio, más allá del delgado muro de madera, se
cerró la puerta de un coche. Dol soltó el brazo de Sydney y giró la cabeza hacia
el sonido. El ruido, súbito y metálico, le recordó al de un disparo, con lo cual se
le aceleró el pulso y la palabra seguro seguro seguro seguro resonaba en sus
oídos con cada latido. Sydney corrió hacia el edificio, hacia las cortinas de
plástico, el acero y el refugio, y tropezó con una barra suelta de hierro antes de
llegar al armazón hueco del edificio. Dol la siguió, y los dos entraron al Falcon
Price mientras, en el lado opuesto, alguien abría la puerta delantera.
Mitch cerró de un golpe la puerta del coche y vio cómo se alejaban Victor y
Dominic. Había pensado dar la vuelta al edificio, mover el panel suelto y entrar
por allí, pero cuando se acercó a la puerta del frente vio que no era necesario.
Las cadenas estaban cortadas y en el suelo, enroscadas como una serpiente. Ya
había alguien adentro.
«Genial», murmuró Mitch, y sacó la pistola que Victor le había dado.
Mitch siempre había odiado las armas de fuego, y los acontecimientos de esa
noche no lo habían hecho cambiar de parecer. Abrió la puerta e hizo una mueca
cuando las bisagras respondieron con un chirrido metálico. El patio estaba
oscuro y, por lo que alcanzaba a ver, vacío. Expulsó el cargador de la pistola, lo
revisó, volvió a colocarlo y golpeteó el cañón del arma con nerviosismo contra la
palma de su mano mientras se dirigía al centro del patio, a medio camino entre el
muro de madera y el esqueleto de acero, hasta un espacio de tierra lo más abierto
posible.
Un resplandor tenue que provenía del edificio no lo iluminaba mucho, pero
dado su tamaño y la ausencia de otras personas, Mitch tuvo la dolorosa
seguridad de que lo verían, y pronto. A unos metros había una pila de vigas de
madera, cubiertas con una lona para protegerlas de la intemperie. Mitch se sentó
sobre ellas, revisó la pistola por segunda vez, y esperó.
El teléfono de Serena volvió a sonar mientras cruzaba y caminaba por la calle,
ahora casi desierta, hacia el edificio Falcon Price.
—Serena —dijo quien llamaba. No era Eli.
—Detective Stell —respondió.
Oyó que la puerta de un coche se abría y se cerraba.
—Estamos en camino —le informó el detective.
La línea enmudeció por un momento mientras Stell cubría el micrófono del
teléfono e impartía órdenes.
—Recuerde —dijo Serena— que deben esperar afuera…
—Conozco las órdenes —respondió—. No la llamo por eso.
Serena vio los carteles del edificio abandonado y aminoró el paso.
—¿Qué sucede, entonces?
—El señor Ever me hizo enviar agentes a un bar para que limpiaran la escena
de un incidente. Supuestamente había un cadáver.
—Sí, el de Mitchell Turner —respondió Serena.
—Acaban de llamarme los agentes. No había ningún cadáver. Ni rastros de
que lo hubiera habido.
Las botas de Serena aminoraron el paso y se detuvieron.
—No sé lo que está ocurriendo —prosiguió Stell—, pero es la segunda vez
que las cosas no salen como deberían y…
—Y no llamó a Eli —lo interrumpió en voz baja.
—Disculpe si he hecho mal…
—¿Por qué me ha llamado a mí?
—Confío en usted —respondió el detective, sin vacilar.
—¿Y en Eli?
—Confío en usted —repitió.
El corazón de Serena se aceleró un poquito, tanto por la pequeña muestra de
evasión del detective, el desafío que implicaba, como por el control que ella
ejercía sobre él. Empezó a caminar nuevamente.
—Ha hecho bien —le dijo, al llegar al cerco de madera de la obra. Y allí, por
la brecha en la puerta rota, vio la figura inmensa de Mitch—. Yo me encargo —
susurró—, confíe en mí.
—Lo hago —respondió el detective.
Serena cortó y empujó la puerta.

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