SETENTA Y CINCO MINUTOS
ANTES DE MEDIANOCHE
EL BAR LOS TRES CUERVOS
Victor estaba recostado contra la fría pared de ladrillos del bar, en el callejón,
repasando el perfil de Dominic Rusher, cuando de la nada, en el espacio estrecho
entre los edificios, apareció un hombre que concordaba con la fotografía. Victor
se quedó impresionado, sobre todo porque nunca se había abierto la puerta del
bar, pero hizo lo posible por disimular con tal de mantener la ventaja.
Dominic, por su parte, miró una vez a Victor —tenía un ojo negro y el otro
azul, y según su legajo, el azul era postizo— y empezó a caminar, dolorido,
aferrándose el costado, hasta que se desplomó sobre una rodilla, que crujió
contra el cemento. Victor no le había hecho nada. El hombre estaba mal, y lo que
había hecho para esfumarse en las sombras no lo había favorecido.
—Sabe, señor Rusher —dijo Victor, al tiempo que cerraba la carpeta—, no
debería mezclar la metahidricona con alcohol. Y si está así de mal con treinta y
cinco miligramos, una copa no le va a hacer bien.
—¿Quién es usted? —Jadeó Dominic.
—¿Y mi amigo? —preguntó Victor—. ¿El que entró a prevenirlo?
—Se quedó adentro. Solo me dijo que había un hombre…
—Sé lo que le dijo. Yo le pedí que lo hiciera. Hay un hombre que quiere matarlo.
—Pero ¿por qué?
A Victor no le gustaba la persuasión tanto como la coerción. Demoraba mucho
más.
—Porque usted es un EO —respondió—. Porque es antinatural. Algo por el
estilo. Y debo aclararle que ese hombre no solo quiere matarlo. Va a matarlo.
Dominic se puso de pie con esfuerzo y miró a Victor a los ojos.
—Como si me asustara morir… —dijo, con una obstinada intensidad en los
ojos.
—Bueno —prosiguió Victor—, no puede ser tan difícil, ¿verdad? Ya lo hizo
una vez. Pero una cosa es tener miedo y otra es no estar dispuesto. Yo no creo
que usted quiera morir.
—¿Cómo lo sabe? —gruñó Dominic.
Victor dejó la carpeta sobre un bote de basura.
—Porque ya lo habría hecho. Está hecho un desastre. Tiene dolor constante.
Cada momento del día, seguramente, pero no le pone fin, lo cual habla de su
resiliencia o bien de su estupidez, pero también de su deseo de vivir. Y porque
ha venido aquí. —Señaló el callejón—. Mitch le dijo que viniera aquí si deseaba
vivir. Podría haberse marchado y correr el riesgo, aunque quién sabe si habría
llegado muy lejos en ese estado. Lo cierto es que no se ha marchado. Ha venido
aquí. Así que, aunque no dudo de que sea capaz de volver a enfrentar la muerte
con todo el honor de un soldado, no creo que esté ansioso por hacerlo.
Mientras hablaba, Victor imaginaba el tablero, las piezas que iban
acomodándose para hacer lugar a un talento que él apenas había vislumbrado,
pero que ya sabía que quería.
—Estoy dándole una opción —agregó—. Vuelva a entrar y espere la muerte.
O vaya a su casa a esperar la muerte. O quédese conmigo y viva.
—¿Y a usted qué le importa?
—No me importa —respondió Victor—. Es decir, no me importa usted. Pero ¿el que quiere matarlo? A ese lo quiero muerto. Y usted puede ayudarme.
—¿Por qué habría de hacerlo?
Victor suspiró.
—¿Además de la razón obvia de sobrevivir? —Extendió la mano vacía, con la
palma hacia arriba, y sonrió—. Porque voy a recompensarlo.
Al ver que Dominic no tomaba su mano, Victor se la apoyó en el hombro.
Pudo sentir y ver cómo el dolor abandonaba el cuerpo de Dominic; lo observó
desaparecer de sus piernas, su mandíbula, su frente y sus ojos, que se dilataron
de asombro.
—¿Qué… qué ha hecho…?
—Señor Rusher, me llamo Victor Vale. Soy un EO, y puedo quitarle el dolor.
Todo. Para siempre. O… —Apartó la mano del hombro del joven, y un instante
después el rostro de Dominic se contorsionó al volver el dolor, redoblado—.
Puedo devolvérselo, y dejarlo aquí, para que siga sufriendo o muera a manos de
un extraño. No es la mejor muerte para un soldado.
—No —murmuró Dominic con los dientes apretados—. Por favor. ¿Qué tengo
que hacer?
Victor sonrió.
—Una noche de trabajo por toda una vida sin dolor. ¿Qué está dispuesto a
hacer?
Cuando Dominic no respondió, Victor hizo girar el selector en su mente y
observó cómo el hombre se rompía.
—Lo que sea —jadeó Dominic por fin—. Lo que sea.
Mitch estaba en el baño, de pie ante el lavabo, levantándose las mangas del
abrigo para lavarse las manos. Abrió el grifo y, por encima del sonido del agua,
oyó que se abría la puerta. Su corpachón ocupaba todo el espejo, de modo que
no llegó a ver al hombre que estaba detrás de él, pero no fue necesario. Oyó que Eli Ever cruzaba el umbral, y luego ponía el cerrojo de la puerta, para que nadie
entrara. Y quedaron encerrados.
—¿Qué le ha dicho? —preguntó la voz de Eli desde atrás.
Mitch cerró el grifo, pero se quedó junto al lavabo.
—¿A quién?
—Al hombre que estaba en la barra. Los he visto hablando, y luego él ha
desparecido.
Las toallas de papel estaban lejos, y Mitch sabía que no le convenía hacer
movimientos bruscos, así que se secó las manos con el abrigo y se dio vuelta.
—Es un bar —respondió, encogiéndose de hombros—. La gente viene y va.
—No —replicó Eli—. Literalmente ha desaparecido. Se ha esfumado.
Mitch soltó una risa forzada.
—Mire, amigo —dijo, y pasó junto a Eli hacia la puerta como si no hubiera
notado que estaba cerrada—. Me parece que ha bebibo demasiadas…
Oyó que Eli sacaba la pistola de la chaqueta; sus palabras quedaron
inconclusas, y sus pasos se hicieron más lentos hasta que se detuvo. Eli amartilló
el arma. Mitch se dio cuenta de que era una automática por el roce metálico de la
mitad superior al echarla hacia atrás y dejarla en posición. Giró lentamente hacia
el sonido. La pistola estaba en la mano de Eli, con el silenciador ya colocado,
pero en lugar de apuntar a Mitch, colgaba de su mano a un lado. Y eso lo puso
más nervioso, la tranquilidad con que sostenía el arma, casi sin hacer presión con
los dedos; no solo se mostraba cómodo con la pistola, sino que demostraba que
tenía el control. Su actitud indicaba que se sentía en control de la situación.
—Lo he visto antes —dijo Eli—. En el Esquire, en el centro.
Mitch ladeó la cabeza y levantó una de las comisuras de la boca.
—¿Acaso le parezco la clase de gente que va a esos lugares?
—No. Y precisamente por eso me fijé en usted. —A Mitch se le borró la
sonrisa. Eli alzó el arma y lo observó por encima de la mira—. Alguien ha
borrado todas las imágenes de los archivos policiales, pero estoy dispuesto a apostar que es usted Mitchell Turner. Dígame, ¿dónde está Victor?
Mitch pensó en fingir ignorancia, pero al final decidió no arriesgarse. De todos
modos, nunca había mentido bien, y sabía que era mejor no abusar.
—Usted debe ser Eli. Victor me habló de usted. Dijo que le gusta matar a
personas inocentes.
—No son inocentes —gruñó Eli—. ¿Dónde está Victor?
—No lo he visto desde que llegamos a la ciudad y nos separamos.
—No le creo.
—No me importa.
Eli tragó en seco, y sus dedos se acercaron al gatillo.
—¿Y Dominic Rusher?
Mitch se encogió de hombros, pero dio un paso atrás.
—Desapareció, sin más.
Eli dio un paso adelante y apoyó el dedo en el gatillo.
—¿Qué le dijo?
Una sonrisa crispó la comisura de la boca de Mitch.
—Le dije que escapara.
Eli lo miró con fastidio. Hizo girar la pistola en la mano, la aferró por el cañón
y con la empuñadura le dio un fuerte golpe en la cabeza a Mitch. El rostro de
este se ladeó con un crujido, y empezó a manar sangre de la herida, encima del
ojo. Se le empañó la visión por la sangre, y Eli lo golpeó con fuerza y lo derribó
al suelo del baño. Eli volvió a girar la pistola y apuntó al pecho de Mitch.
—¿Dónde está Victor? —insistió, apremiante.
Mitch entornó los ojos para verlo entre la sangre.
—Pronto lo verá —respondió—. Es casi medianoche.
Eli mostró los dientes y bajó la cabeza, y a Mitch le pareció verlo articular la
palabra Perdóname. Luego levantó la vista y apretó el gatillo.
Victor miró su reloj. Eran casi las once de la noche, y Mitch aún no salía.
Dominic estaba cerca de allí, estirándose, girando el cuello y los hombros y
balanceando los brazos hacia adelante y atrás y de un lado al otro, como si
acabara de soltar una carga muy pesada. Victor supuso que así era, en cierto
modo. Al fin y al cabo, él conocía el dolor lo suficiente para saber cuánto había
estado sufriendo Dominic, y la verdad es que lo impresionó su umbral de dolor.
Pero, aunque podía desenvolverse con dolor, era evidente que este no favorecía
sus poderes. Por eso Victor se lo había quitado. Se lo había quitado todo. Sin
embargo, le había dejado tanta sensación como era posible, lo cual no era fácil,
dado que ambas cosas estaban estrechamente conectadas, pero no quería que su
nuevo recurso se desangrara accidentalmente por no darse cuenta de que se había
cortado.
Victor miró de su reloj al exsoldado, que estaba examinándose. La gente
tomaba su cuerpo y su salud como algo seguro. Pero Dominic Rusher parecía
disfrutar cada flexión de sus manos, cada paso sin dolor. Era evidente que
entendía el regalo que acababan de darle. Bien, pensó Victor.
—Dominic —le dijo—. Lo que hice se puede deshacer. Y que conste que no
necesito tocarte para hacerlo. Antes lo hice solo por efecto. ¿Entiendes? Lo que
te he dado, puedo quitártelo en un abrir y cerrar de ojos, desde otra ciudad o
desde otro país. Así que no me hagas enfadar.
Dominic asintió con aire solemne.
En realidad, Victor solo podía influir en el umbral de dolor de una persona si
la tenía a la vista. Lo más lejos que había llegado en la cárcel había sido derribar
a un hombre que estaba al otro lado del patio del tamaño de un campo de fútbol
con solo simular una pistola con los dedos. Una vez había logrado atacar a un
recluso que estaba en el otro extremo del sector de celdas y de quien solo
asomaba una mano entre los barrotes. Si no los tenía a la vista, su precisión se
perdía al instante. Aunque Dominic no tenía por qué saber nada de eso.
—Tu poder —preguntó Victor—, ¿cómo funciona? —No sé explicarlo con exactitud. —Dominic se miró las manos, las flexionó y
estiró como para quitarse la rigidez que quedaba—. Sí, aunque camine por las
sombras del valle de la muerte…
—Sin alusiones bíblicas, por favor.
—Después de la explosión en la mina, quedé mal. No podía… Era inhumano
ese dolor. Era un dolor animal y estaba por todos lados. Y yo no quería morir.
Dios mío, no quería, pero sí quería la quietud y la oscuridad y… Es difícil de
explicar.
No fue necesario. Victor lo entendió.
—Me sentía destrozado, y lo estaba. El caso es que me rescataron, pero no
lograban curarme del todo. Pasé semanas en coma. Durante todo ese tiempo,
podía sentir el mundo. Podía oírlo. Juré que también podía verlo, pero era como
si todo estuviera muy lejos. Borroso. Y no podía extender la mano, no podía
tocar nada. Luego desperté, y todo era tan intenso y brillante y lleno de dolor
otra vez, y lo único que quería era encontrar aquel lugar, aquel sitio apagado y
silencioso. Y entonces lo encontré. Yo lo llamo caminar entre las sombras,
porque no conozco otro término. Entro a la oscuridad y puedo ir de un lugar a
otro sin ser visto. Sin que pase el tiempo. Sin nada. Es una especie de
teletransportación, supongo, pero tengo que moverme físicamente. Podría
atravesar una ciudad en el tiempo que a ti te llevaría parpadear, pero a mí me
llevaría horas. Tendría que caminar todo el trayecto. Y es difícil. Como caminar
en el agua. El mundo se resiste cuando rompemos sus reglas.
—¿Puedes llevar a otros contigo?
Dominic se encogió de hombros.
—Nunca he hecho la prueba.
—Bien —dijo Victor, al tiempo que tomaba del brazo a Dominic, e ignoró su
reacción instantánea de apartarse—. Esta es tu prueba.
—¿A dónde vamos?
—Mi amigo sigue allí adentro —respondió Victor, señalando hacia el bar—.
Debería haber salido después de ti. Pero no lo ha hecho.
—¿Ese grandote? Dijo que iba a cubrirme.
Victor frunció el ceño.
—¿De quién?
—Del hombre que quiere matarme —dijo Dominic, con el ceño fruncido—.
Intenté decírtelo: ese hombre se sentó a mi lado y me dijo que había alguien que
quería matarme, y que estaba en el bar.
Victor aferró con más fuerza la manga de Dominic. Eli.
—Llévame adentro. Ahora.
Dominic inhaló para prepararse y apoyó la mano en la de Victor.
—No sé si esto va a…
Las demás palabras se perdieron; no fueron desvaneciéndose, sino que cayeron
de pronto en el silencio mientras el aire se estremecía alrededor, y se abría para
dejar paso a los dos hombres. Apenas Dominic y Victor cruzaron la abertura,
todo se acalló, se oscureció y se aquietó. Victor veía al hombre cuyo brazo
estaba tocando, igual que veía el callejón en el que estaban, pero todo estaba
envuelto en una especie de sombra, no tanto como sucede por la noche sino más
bien como si la escena se hubiera fotografiado en blanco y negro y luego la
fotografía hubiera envejecido, se hubiera desgastado y quedado gris. Cuando
caminaban, se formaban ondulaciones en el mundo que los rodeaba; el aire
parecía viscoso. Ejercía presión sobre ellos, les pesaba. Cuando llegaron a la
puerta del bar y Dominic intentó abrirla, esta se resistió, pero por fin,
lentamente, cedió.
Dentro seguía el mundo de fotografía. La gente estaba inmovilizada en mitad
de un trago, en mitad de un tiro de billar, en mitad de un beso, en mitad de una
pelea y en mitad de muchas otras cosas, todos detenidos entre una inhalación y
la siguiente. Y todo el sonido estaba apagado, así que en el lugar reinaba un
silencio pesado y horrible. Victor seguía aferrado al brazo de Dominic como un
ciego, pero no lograba apartar la vista de la estancia. Recorrió con la mirada los rostros inmóviles.
Y entonces lo vio.
Victor se detuvo en seco, y al hacerlo tiró de Dominic hacia atrás. Este lo miró
por encima del hombro y le preguntó qué ocurría; articuló las palabras, pero
nunca llegaron a formarse. Y, de todos modos, no importaba, porque Victor no
vio el movimiento de sus labios. No veía otra cosa más que al hombre de pelo
oscuro, paralizado en mitad de un paso entre la multitud, alejándose de ellos en
dirección a la salida, con la mano extendida hacia la puerta. Victor se preguntó
cómo era posible que lo reconociera sin verle el rostro. Fue por la postura, los
hombros anchos y el modo arrogante de sostenerlos; se veía el borde de su
mentón marcado al apartarse.
Eli.
La mano de Victor empezó a resbalar por el brazo de Dominic. Eli Ever estaba
allí mismo. A medio salón de distancia. Dándole la espalda. Distraído y con el
cuerpo inmovilizado entre segundos. Victor podía hacerlo. El bar estaba
atestado, pero si derribaba a todos a la vez, tendría una oportunidad… No. Victor
necesitó toda su concentración para seguir aferrándose a la manga de Dominic.
Había esperado. Había esperado mucho tiempo. No iba a abandonar sus planes,
su iniciativa, su control. No le saldría bien allí, no como debía salir. Logró
apartar la vista de la espalda de Eli y se obligó a observar el resto del salón, pero
no había rastros de Mitch. Su mirada siguió recorriendo, hasta que se detuvo en
los baños. En la puerta del baño de hombres había un cartel. FUERA DE SERVICIO,
decía con letras gruesas, subrayadas a mano con varias líneas para mayor
énfasis. Instó a Dominic a seguir caminando entre el aire pesado, hasta que
llegaron a la puerta y entraron.
Mitchell Turner yacía en el suelo de linóleo, con la cara contra el suelo junto a
un pequeño charco de sangre que manaba de un corte que tenía en la sien. Victor
soltó el brazo de Dominic e hizo una mueca cuando la habitación de pronto
cobró vida a su alrededor, con una oleada de color, ruido y tiempo. Dominic apareció un momento después, de brazos cruzados, observando el cuerpo.
—Es el grandote —dijo en voz baja.
Victor se arrodilló con cuidado junto a Mitch y lamentó haber dejado a Sydney
en el hotel.
—¿Está…? —empezó a preguntar Dominic mientras Victor extendía la mano
y acercaba las puntas de los dedos al orificio de bala en la chaqueta de Mitch.
Cuando retiró la mano, estaba seca. Suspiró y palmeó la mandíbula de Mitch. El
hombre gimió.
—Hijo… de puta…
—Veo que ya has conocido a Eli —dijo Victor—. Siempre fue de gatillo fácil.
Mitch se incorporó con un gruñido y se tocó la cabeza, donde ya se le estaba
formando un hematoma bajo la sangre casi seca. Su mirada se dirigió a Dominic.
—Veo que sigues con vida. Buena elección.
Intentó ponerse de pie y se apoyó en una rodilla, pero hizo una pausa para
tomar aliento.
—¿Una ayudita? —dijo, con una mueca.
Los labios de Victor se crisparon, y el aire vibró ligeramente por un momento,
hasta que la vibración cesó y se llevó consigo el dolor de Mitch. Este se puso de
pie, se tambaleó y se sostuvo de la pared con una mano ensangrentada; luego se
acercó a la hilera de lavabos para limpiarse la herida.
—¿Y él qué es? ¿A prueba de balas? —preguntó Dominic.
Mitch rio, y luego se abrió la chaqueta para mostrarle el chaleco que tenía
debajo.
—Algo así —dijo—. Pero no soy un EO, si es eso lo que quieres saber.
Victor mojó un puñado de toallas de papel e hizo lo posible para limpiar la
sangre de Mitch del suelo y la pared, mientras este terminaba de lavarse la cara.
—¿Qué hora es? —preguntó Victor, al tiempo que arrojaba las toallas usadas
al cesto.
Dominic miró su reloj.
—Las once. ¿Por qué?
Mitch cerró el grifo.
—No nos queda mucho tiempo, Vic.
Pero Victor sonrió.
—Dominic —dijo—. Mostrémosle a Mitch lo que puedes hacer.
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Una obsesión perversa
Novela JuvenilVíctor y Eli eran dos estudiantes universitarios brillantes pero arrogantes que reconocían, el uno en el otro, la misma agudeza y la misma ambición. En el último año de su carrera, el interés compartido por la adrenalina, las experiencias cercanas a...