CAP XXXI

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CUARENTA MINUTOS ANTES
DE MEDIANOCHE
EL BAR LOS TRES CUERVOS


Dominic aferró a Victor y a Mitch, y entre el silencio y las sombras, salieron del
baño, atravesaron el bar y emergieron en el callejón.
Victor hizo una señal con la cabeza y Dominic los soltó, y el mundo volvió a
cobrar vida alrededor. Incluso el callejón desierto retumbaba en comparación
con el pesado silencio del mundo intermedio. Victor hizo girar los hombros y
miró la hora.
—Qué cosa… más rara —comentó Mitch, cuyo estado de ánimo parecía
haberse agriado considerablemente desde el disparo de Eli.
—Ha estado perfecto —repuso Victor—. Vámonos.
—Entonces, ¿he aprobado? —preguntó Dominic, flexionando aún las manos.
Victor vio el miedo en sus ojos, la ilusión desesperada de que el dolor no
regresara. Valoró la transparencia de los deseos de Dominic. Simplificaba las
cosas.
—La noche aún no ha terminado —respondió—. Pero hasta ahora vas bien.
Mientras se dirigían a la salida del callejón, Mitch rezongó por el orificio que
tenía ahora en la chaqueta. Victor sabía que era lo primero que se había
comprado después de salir de la cárcel: una chaqueta de buena confección, rellena con plumas de ganso teñidas de oscuro que ahora escapaban en pequeños
soplidos al bajar la calle.
—Mira el lado bueno —le sugirió Victor—. Estás vivo.
—La noche aún es joven —dijo Mitch por lo bajo mientras cruzaban la calle.
Dijo otra cosa, o empezó a decirla, pero lo interrumpió el súbito estrépito de
las sirenas.
Un coche patrulla giró en la esquina y tomó la calle hacia donde estaban ellos,
con luces rojas, azules y blancas y con ondas de ruido estridente. Mitch dio
media vuelta, Victor se puso tenso y el tiempo se hizo más lento. Y de pronto, el
tiempo se detuvo. Victor sintió la mano que le aferró el brazo un segundo antes
de que la noche perdiera todo color y sonido. El vehículo policial se paralizó,
suspendido entre momentos detrás de la cortina de sombras de Dominic. La otra
mano de Dominic se apoyó en la muñeca de Mitch, y ahora los tres estaban en la
penumbra de su mundo intermedio, congelados como si ellos también estuvieran
detenidos en el tiempo. Tal vez Victor habría admitido —de haber podido
hacerlo, si sus palabras hubieran tenido forma y sonido— lo útil que estaba
resultando Dominic Rusher, pero como no pudo, simplemente señaló con la
cabeza hacia el aparcamiento, y los tres hombres caminaron lentamente entre el
aire denso.
Victor sabía que estaban en un aprieto.
Si bien estaba mucho mejor, Dominic no se encontraba en condiciones de
arrastrarlos por media ciudad. Necesitaban el coche. Pero no podían usarlo a
menos que salieran de las sombras, y en cuanto lo hicieran, la realidad se
reanudaría y el coche patrulla seguiría camino al bar Los tres cuervos. Victor
encabezó la marcha hacia el sedán robado, seguido por los otros dos en fila, y
cuando llegaron les hizo señas de que se agacharan en el espacio entre su
vehículo y el siguiente del lado por donde se acercaba la policía, un vehículo que
antes había sido un descapotable y ahora era una camioneta considerablemente
más grande. Respiró hondo por última vez y dijo una palabrota por lo bajo, que era lo más cerca de rezar que llegaba Victor. Luego hizo una señal a Dominic,
cuya mano desapareció de su hombro, y con ella se desvaneció la quietud y su
mundo volvió a sumirse en el caos.
El coche patrulla llegó a toda velocidad hasta la puerta del bar, donde se
detuvo en seco, con las sirenas a pleno. Victor contuvo el aliento y aplastó su
cuerpo contra el costado del sedán para espiar por el angosto espacio que
quedaba entre el parachoques delantero de este y el de la camioneta. Las sirenas
cesaron de repente, y los oídos de Victor se quedaron zumbando.
Bajaron dos agentes, que se reunieron en la entrada.
Uno de los policías entró al bar, pero el otro se quedó en la acera y confirmó
su llegada por radio. Dijo algo sobre un cuerpo. Habían ido a por el cadáver de
Mitch. Lo cual era problemático, ya que no había ningún cadáver, algo que
estaban a punto de descubrir.
Entra, le rogó al segundo policía.
El hombre no se movió. Victor tomó su pistola y la alzó hasta apuntar
directamente a la cabeza del agente. Sería un disparo fácil. Inhaló y contuvo el
aliento. Victor no sentía culpa, ni miedo, ni siquiera tenía sentido de las
consecuencias, como las personas normales. Hacía años que todas esas cosas
habían muerto en él, o al menos se habían apagado hasta el punto de ser inútiles.
Pero había entrenado a su mente para reconstruir esos sentimientos de memoria
y congregarlos en una especie de código. Nada tan complicado como las reglas
de Eli; apenas un simple deseo de no matar a personas ajenas, de ser posible. No
le parecía mal apoyar el dedo en el gatillo, pero su mente le aportaba la palabra
mal. Bajó apenas el arma, sabiendo que al sacrificar un tiro mortal sacrificaba
también la certeza de escapar.
Exhaló, y justo entonces se oyó la radio del policía. Aunque Victor no llegó a
entender el mensaje, sí oyó la respuesta del agente: «¿Qué clase de problema?».
Y, un momento después: «¿Cómo que no? Según Ever y Stell… Olvídalo. Ya
voy».
Y así como así, el segundo policía se volvió hacia la puerta. Victor bajó el
arma y alzó los ojos al cielo, donde unos nubarrones grises debilitaban la negrura
de la noche. Nunca había sido religioso, nunca había tenido la fe de Eli, nunca
había necesitado señales, pero si tales cosas existían, si existía el destino, o algún
poder superior, quizá también le molestaban los métodos de Eli. El segundo
policía entró al bar, y Victor, Mitch y Dominic se pusieron de pie y subieron al
coche incluso antes de que acabaran de cerrarse las puertas del bar.
Un papel amarillo —una multa— flameaba contra el parabrisas, sujeto bajo
uno de los limpiaparabrisas. Victor se asomó por la ventanilla, lo retiró, lo
estrujó y lo arrojó al suelo. El viento lo levantó al instante, y la multa se alejó
rebotando.
—No tires basura —lo reprendió Mitch mientras Victor ponía el coche en
marcha.
—Esperemos que no sea ese el delito más grave que cometa esta noche —
repuso Victor.
Salieron del aparcamiento y se alejaron del bar Los tres cuervos y del coche
policial con rumbo al centro de la ciudad, mientras seguían pasando los minutos
que faltaban para la medianoche.
—Llama a Sydney. Entérate si por allí va todo bien.
Una ambulancia se cruzó con ellos a toda velocidad, en dirección al bar. No
sería necesaria.
—Si no te conociera —comentó Mitch, mientras marcaba el número—,
pensaría que te importa.

Una obsesión perversa Donde viven las historias. Descúbrelo ahora