CAP XXXV

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ANOCHE
CEMENTERIO DE MERIT


Chaf.
Chaf.
Chaf.
La pala se topó con madera y se detuvo.
Victor y Sydney retiraron lo que quedaba de tierra y luego arrojaron las palas
al césped que bordeaba la tumba. Victor se arrodilló y abrió la tapa del féretro.
El cuerpo que contenía estaba fresco, bien preservado: un hombre de treinta y
tantos años, de cabello oscuro peinado hacia atrás, nariz angosta y ojos juntos.
—Hola, Barry —saludó Victor al muerto.
Sydney no podía apartar los ojos del cadáver. Parecía ligeramente… más
muerto… de lo que le habría gustado, y se preguntó de qué color serían sus ojos
cuando los abriera.
Hubo un momento de silencio, casi reverente, hasta que la mano de Victor se
apoyó en el hombro de ella.
—¿Y bien? —dijo, señalando al muerto—. Haz lo que sabes hacer.
El cuerpo se estremeció, abrió los ojos y se sentó. O al menos, lo intentó.
—Hola, Barry —dijo Victor.
—¿Qué… diablos…? —preguntó Barry, al descubrir que los dos tercios
inferiores de su cuerpo estaban inmovilizados bajo la mitad inferior de la tapa
del ataúd, que Victor mantenía cerrada con su bota.
—¿Conoces a Eli Cardale? O quizás ahora se haga llamar Ever.
Era evidente que Barry aún intentaba discernir los detalles precisos de su
situación. Sus ojos pasaron del ataúd a la pared de tierra y al cielo nocturno, y
luego al hombre rubio que estaba interrogándolo y a la chica sentada en el borde
de la tumba, con las piernas colgando, enfundadas en leggins arcoíris. Sydney
miró hacia abajo, y vio con sorpresa, y un poco de decepción, que los ojos de
Barry eran de un color pardo común y corriente. Había tenido la esperanza de
que fueran verdes.
—Maldito Ever —gruñó Barry, golpeando un puño contra el ataúd. Con cada
golpe, desaparecía un poco, como una proyección que salta, y el aire hacía unos
zumbidos leves, como explosiones lejanas—. ¡Dijo que era una prueba! Para una
especie de Liga de Héroes o alguna mier…
—¿Quería que asaltaras un banco para demostrar que eras un héroe? —
preguntó Victor con escepticismo—. ¿Y luego qué pasó?
—¿A ti qué mierda te parece, imbécil? —Barry señaló su cuerpo—. ¡Me mató!
El cabrón aparece en mitad de una demostración que él me encargó, y me pega
un tiro.
Así que Victor tenía razón. Había sido una trampa. Eli había montado un
rescate para disimular un asesinato. Tuvo que admitir que era una manera de
salirse con la suya.
—O sea, estoy muerto, ¿no? ¿O esto es una maldita broma?
—Estabas muerto —respondió Victor—. Ahora, gracias a mi amiga Sydney,
estás un poco menos muerto.
Barry farfullaba palabrotas y restallaba como una bengala.
—¿Qué has hecho? —le preguntó a Sydney, furioso—. Me has roto.
Sydney frunció el ceño mientras él seguía crepitando como en cortocircuito, iluminando la tumba de un modo extraño, como el flash de una cámara. Ella
nunca había resucitado a un EO. No estaba segura de si volverían… si podrían
volver todas las piezas.
—Has destruído mi poder, maldita…
—Tenemos un trabajo para ti —lo interrumpió Victor.
—Vete a la mierda, ¿te parece que quiero un trabajo? Quiero salir de este
maldito ataúd.
—Creo que sí vas a querer este trabajo.
—Chúpamela. Eres Victor Vale, ¿verdad? Ever me habló de ti cuando trataba
de reclutarme.
—Qué bien que me recuerde —repuso Victor; empezaba a perder la paciencia.
—Sí, ¿te crees muy poderoso, provocando dolor y toda esa mierda? Pues no te
tengo miedo. —Desapareció y volvió a aparecer—. ¿Lo has entendido? Déjame
salir y te mostraré lo que es el dolor.
Sydney vio que Victor cerraba un puño, y sintió que el aire vibraba a su
alrededor, pero aparentemente Barry no sentía nada. Algo iba mal. Ella había
hecho lo de siempre, le había dado una segunda oportunidad, pero el hombre no
había regresado como los humanos comunes; no todo había regresado. El aire
dejó de vibrar, y el hombre del ataúd lanzó una carcajada.
—¡Ja! ¿Lo ves? Tu putita ha metido la pata, ¿no? ¡No siento nada! ¡No puedes
hacerme daño!
Al oír eso, Victor se enderezó.
—Ah, claro que puedo —replicó en tono agradable—. Puedo cerrar el ataúd.
Volver a taparlo con tierra. Irme. Oye. —Se dirigió a Sydney, que aún estaba
sentada en el borde de la tumba, con las piernas colgando—. ¿Cuánto tardaría un
muerto viviente en volver a morir?
Sydney quería explicarle a Victor que las personas a las que ella resucitaba no
eran muertos vivientes sino que estaban vivas, y que ella supiera, eran
perfectamente mortales —bueno, al margen de ese problemita con los nervios—,pero sabía a dónde apuntaba él con eso y lo que quería oír, así que miró a Barry
Lynch y se encogió de hombros con histrionismo.
—Nunca he visto que un muerto viviente volviera a morir por sus propios
medios. Así que supongo que viviría para siempre.
—Eso es mucho tiempo —dijo Victor. Las palabrotas y las provocaciones de
Barry habían cesado—. ¿Por qué no le damos un tiempo para pensarlo? ¿Y
volvemos en unos días?
Sydney le arrojó a Victor su pala, y cayó un poco de tierra como lluvia sobre
el féretro.
—Está bien, esperad, esperad, esperad —rogó Barry, intentando salir del
ataúd, pero descubrió que tenía los pies atascados.
Victor le había clavado los pantalones al fondo del ataúd antes de empezar. En
realidad, había sido idea de Sydney, como medida de seguridad. Barry entró en
pánico y empezó a lloriquear. Victor apoyó la pala bajo el mentón del hombre y
sonrió.
—Entonces, ¿aceptas el trabajo?

Una obsesión perversa Donde viven las historias. Descúbrelo ahora