CAP XXXV

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MEDIANOCHE
EL EDIFICIO EN CONSTRUCCIÓN
FALCON PRICE


Sydney sintió que alguien la aferraba y tiraba de ella hacia la oscuridad.
Primero tenía ante ella el cañón de la pistola de Eli, y un segundo después
estaba de la mano con el hombre del perfil que le había dado a Victor. Miró
alrededor, pero no lo soltó. Aún estaban en la habitación envuelta en plástico,
pero a la vez no lo estaban. Era como estar quietos fuera de la vida, atrapados en
un mundo demasiado inmóvil que la asustaba más de lo que admitiría jamás.
Podía ver a Eli, la bala que había disparado flotando en el aire donde ella había
estado, y a Dol en el suelo, sin vida.
Y a Victor.
No estaba allí un momento antes, pero ahora sí: un poco detrás de Eli, que no
lo había visto, con una mano ligeramente extendida hacia adelante, como para
apoyarla en el hombro de Eli.
Sydney intentó decirle al hombre que la tenía de la mano que tenía que ir con
Dol, pero de sus labios no salió ningún sonido, y él ni siquiera la miró; solo la
arrastró por aquel mundo pesado y retrocedieron entre las cortinas de plástico
hasta llegar al lugar donde empezaba el patio de tierra. En el patio había una luz
brillante que proyectaba sombras contra los huesos metálicos del edificio, pero el hombre la llevó en la dirección contraria, hasta un rincón oscuro en el fondo del
lugar. Volvieron a salir al mundo, y la burbuja de quietud estalló en vida y
sonido alrededor de ellos. Incluso el sonido de la respiración, del paso del
tiempo, resultaba ensordecedor en comparación con el silencio de las sombras.
—Tiene que volver allí —dijo Sydney, arrodillándose en la tierra.
—No puedo. Son órdenes de Victor.
—Pero tiene que ir a buscar a Dol.
—Sydney… eres Sydney, ¿verdad? —El hombre se arrodilló frente a ella—.
Yo he visto al perro, ¿entiendes? Lo siento. Era demasiado tarde.
Sydney lo miró a los ojos, tal como Serena la había mirado a ella. Con calma,
con ojos fríos y sin parpadear. Sabía que no tenía el don de su hermana, ese
poder de controlar, pero incluso antes de tenerlo, Serena sabía salirse con la
suya, y ella era su hermana, y necesitaba que Dominic entendiera.
—Vuelva allí —le dijo, severa—. Traiga. A. Dol.
Y aparentemente dio resultado, porque Dominic tragó en seco, asintió y
desapareció.
Eli disparó al aire hasta que se le acabaron las balas, pero ya no había rastros de
ellos. Gruñó y expulsó el cargador, que cayó al suelo con estrépito mientras
buscaba otro lleno en su chaqueta.
—Te observo, y es como observar a dos personas distintas.
Eli dio media vuelta al oír la voz, y vio a Victor recostado contra una columna
de hormigón.
—Vic…
Victor no vaciló. Disparó tres veces al pecho de Eli, imitando la ubicación de
las cicatrices en su propio cuerpo, tal como había imaginado que lo haría durante
los últimos diez años.
Y se sintió bien. Le había preocupado la posibilidad de que, después de tantaespera y tanto deseo, la realidad de dispararle a Eli no estuviera a la altura de sus
sueños, pero no fue así. El aire vibró alrededor, y Eli gimió y se sostuvo de la
silla al multiplicarse el dolor.
—Por eso te permití quedarte —dijo Victor—. Por eso me caías bien. Todo
ese encanto por fuera, y toda esa personalidad diabólica por dentro. Tenías un
monstruo dentro de ti, mucho antes de morir.
—No soy un monstruo —gruñó Eli mientras se extraía una de las balas del
hombro, y dejaba caer al suelo el metal ensangrentado—. Dios me…
Pero Victor ya estaba allí, hundiéndole una navaja en el pecho. Por la
inhalación de Eli, supo que le había perforado un pulmón. La boca de Victor se
crispó; su rostro reflejaba paciencia, pero sus nudillos estaban blancos en torno a
la empuñadura.
—Basta —dijo Victor. Detrás de sus ojos, el selector aumentó la intensidad.
Eli gritó—. No eres ningún ángel vengador, Eli. No eres santo, ni divino, ni
llevas ninguna carga. Eres un experimento científico.
Victor extrajo la navaja. Eli cayó sobre una rodilla.
—No lo entiendes —jadeó Eli—. Nadie lo entiende.
—Cuando nadie te entiende, suele ser un buen indicio de que estás
equivocado.
Eli se puso de pie con dificultad e intentó alcanzar la mesa improvisada
mientras su piel volvía a unirse.
La mirada de Victor se desvió hacia la mesa y vio la hilera de cuchillos. Igual
que aquel día.
—Qué nostálgico estás.
Levantó un pie y volcó la mesa, con lo cual las armas se desparramaron sobre
el suelo de cemento. Notó que el cuerpo del perro ya no estaba.
—No puedes matarme, Victor —dijo Eli—. Lo sabes.
La sonrisa de Victor se hizo más amplia al clavarle la navaja entre las costillas.
—Lo sé —dijo en voz alta. Tuvo que levantar la voz por los gritos—. Pero tendrás que darme el gusto. Llevo mucho tiempo esperando hacer el intento.
Un segundo después, Dominic reapareció, trayendo en brazos a un perro muy
grande y muy muerto. Se agachó junto al cuerpo del animal, respirando con
agitación. Sydney se acercó enseguida, le dio las gracias y luego le pidió que se
apartara. Dominic retrocedió y la observó acariciar el costado del perro, rozando
ligeramente la herida. La palma de su mano salió teñida de rojo oscuro, y
Sydney frunció el ceño.
—Te lo dije —le recordó Dominic—. Lo siento.
—Shhh —dijo Sydney.
Apoyó las manos, con los dedos extendidos, en el pecho del perro, e inhaló,
temblorosa, cuando el frío empezó a subir por sus brazos.
—Vamos —susurró—. Vamos, Dol.
Pero nada ocurrió. Se le cayó el alma al suelo. Sydney Clarke daba segundas
oportunidades. Pero el perro ya había tenido la suya. Ya lo había reparado una
vez, pero no sabía si podía volver a hacerlo. Se apoyó con más fuerza y sintió
que el frío extraía algo de ella.
El perro seguía muerto y tieso como los tablones que había en el patio de la
obra.
Sydney se estremeció; sabía que no debería ser tan difícil. Lo intentó, no con
las manos, sino con otra cosa, como si pudiera encontrar en el cuerpo una chispa
de calor y aferrarse a ella. Intentó llegar más allá del pelaje, de la piel y de la
rigidez; le dolían las manos, se le oprimieron los pulmones, pero continuó
insistiendo.
Y entonces lo sintió, y se aferró a eso, y de un momento al otro, el cuerpo del
perro se ablandó, se relajó. Se le crisparon las patas y su pecho se elevó una vez,
se detuvo, bajó, y luego volvió a subir, hasta que el animal se desperezó y se
sentó. Dominic se puso de pie a toda velocidad.
—Dios mío —susurró, e hizo la señal de la cruz.
Sydney se incorporó, jadeando, y apoyó la cabeza contra el hocico del perro.
—Eso es, Dol.
Victor sonrió. Estaba disfrutando como loco al matar a Eli. Cada vez que
pensaba que su amigo se había dado por vencido, este se recomponía y le daba la
oportunidad de volver a intentarlo. Deseó poder seguir un rato más, pero al
menos estaba seguro, mientras el cuerpo de Eli se doblaba de dolor, de que
contaba con toda su atención. Eli inhaló súbitamente y se puso de pie con
dificultad, y casi resbaló por la sangre.
El suelo estaba cubierto de sangre. La mayor parte era de Eli, Victor lo sabía.
Pero no toda.
A Victor le sangraban dos cortes superficiales, en un brazo y en el abdomen,
que le había hecho Eli con un cuchillo de cocina de aspecto temible que había
logrado recoger del suelo la última vez que Victor le había disparado. Ahora las
dos pistolas estaban descargadas, y los dos hombres estaban enfrentados,
sangrando, ambos armados: Eli, con un cuchillo de sierra, y Victor, con una
navaja.
—Esto es una pérdida de tiempo —dijo Eli, mientras recolocaba la
empuñadura del cuchillo en la mano—. No puedes ganar.
Victor inhaló profundamente e hizo una leve mueca de dolor. Había tenido que
reducir su propio umbral porque no podía desangrarse, aún no, y desde luego, no
sin darse cuenta. Oyó las sirenas policiales a lo lejos. Se acababa el tiempo. Se
lanzó hacia Eli y logró rozarle la camisa, pero Eli le desvió la mano con un golpe
y clavó el cuchillo en la pierna de Victor. Este ahogó una exclamación de dolor y
se le aflojó la pierna.
—¿Cuál era tu plan? —lo reprendió Eli, y extendió la mano, no hacia Victor sino hacia la silla, para alcanzar algo que estaba allí enrollado, algo en lo que
Victor no había reparado hasta que estuvo en las manos de Eli—. ¿Oyes? Ya
viene la policía. Todos están de mi lado. Nadie viene a salvarte a ti.
—Esa es la idea. —Tosió Victor, mientras sus ojos se enfocaban en lo que Eli
tenía en la mano. Alambre de metal. Afilado como una navaja.
—Tú y tus ideas —dijo Eli, furioso—. Pues bien, yo también he estado
pensando.
Victor intentó ponerse de pie, pero fue demasiado lento. Eli levantó el
alambre, formó un bucle con él, ensartó la muñeca de Victor, y tiró con fuerza.
El alambre se le clavó, le cortó la piel y lo hizo sangrar; así lo obligó a soltar la
navaja, que cayó con estrépito sobre el cemento. Eli atrapó con fuerza la mano
libre de Victor y la envolvió también con el alambre. Victor intentó retroceder,
pero solo hizo que el alambre se le clavara más.
El alambre, observó entonces, estaba enlazado con la silla, y Eli debía haberla
sujetado al suelo porque en ningún momento se había movido, ni durante la
pelea ni ahora que Eli tiraba su extremo del alambre para tensarlo, y al hacerlo
atrajo las manos de Victor hacia el respaldo de la silla. La sangre manaba de sus
muñecas con demasiada rapidez. Su cabeza empezaba a dar vueltas. Oyó las
sirenas, ahora con toda claridad, y hasta le pareció ver el rojo y el azul de las
luces de los coche patrulla a través de las cortinas de plástico. Veía colores ante
sus ojos.
Sonrió con aire sombrío, y apagó lo que le quedaba de dolor.
—Nunca vas a matarme, Eli. —Lo provocó.
—En eso te equivocas, Victor. Y esta vez —agregó, al tiempo que sujetaba el
alambre—, voy a ver cómo te desangras hasta que se te apague la vida en los
ojos.
Mitch observó arder el cuerpo de Serena, e intentaba no prestar atención a los sonidos de disparos que provenían del interior del edificio. Tenía que confiar en
Victor. Victor siempre tenía un plan. Pero ¿dónde estaba? ¿Y dónde estaba
Dominic?
Volvió a concentrarse en el cadáver y en la tarea del momento hasta que, más
allá de la cerca de madera, aparecieron unas luces intermitentes rojas y azules
que se proyectaban contra el edificio a oscuras. Eso no era bueno. La policía aún
no había entrado al patio, pero en pocos minutos estarían por doquier. Mitch no
podía arriesgarse a salir por la puerta delantera, de modo que rodeó el edificio
hacia la brecha en la cerca, y allí encontró a Sydney inclinada sobre Dol, que
estaba medio muerto, y a Dominic, de pie junto a ambos, rezando en silencio.
—Sydney Clarke —la reprendió—. ¿Qué diablos haces aquí?
—Ella me ordenó que fuera a algún lugar seguro —susurró Sydney, mientras
acariciaba a Dol.
Ella, pensó Mitch. La misma ella, supuso, que estaba quemándose del otro
lado del edificio.
—¿Y has venido aquí?
—El perro estaba muerto —susurró Dominic—. Yo lo vi… Estaba más que
muerto… Y ahora…
Mitch aferró la manga de Dominic.
—Sácanos de aquí. Ahora.
Dominic alzó la vista de la chica y el perro y vio por primera vez las luces que
se reflejaban en la cerca de madera y en el edificio. Se oyeron puertas de coches
que se cerraban. Botas en el pavimento.
—Mierda.
—Sí, exactamente.
—¿Y Victor? —preguntó Sydney.
—Tenemos que esperarlo en alguna parte. Aquí no, Syd. El plan no era que lo
esperáramos aquí.
—Pero ¿y si necesita ayuda? —protestó.
Mitch intentó sonreír.
—Es Victor —dijo—. No hay nada que no pueda resolver.
Pero mientras Sydney aferraba a Dol, y Dominic aferraba a Sydney, y Mitch
aferraba a Dominic, y todos se esfumaban en las sombras, Mitch tuvo un
horrible presentimiento de que se equivocaba, y de que su maldición lo había
seguido hasta allí.
Eli oyó los pasos, a los hombres gritando órdenes al tiempo que se acercaban a
toda velocidad, atravesando cortinas plásticas de habitación en habitación.
Victor se desplomó en el suelo; la parte que rodeaba la silla estaba cubierta de su
sangre. Tenía los ojos abiertos, pero empezaban a desenfocarse. Eli quería que
aquel asesinato fuera suyo, no de la policía de Merit, y menos aún de Serena.
Suyo.
Vio la navaja de Victor en el suelo, cerca de allí; la recogió y se agachó
delante de él.
—Vaya héroe. —Oyó susurrar a Victor con sus últimas dos inhalaciones
trabajosas. Eli apoyó la hoja con cuidado por debajo de las costillas de Victor.
—Adiós, Victor —dijo.
Y le clavó la navaja.
A Dominic se le doblaron las piernas.
Cayó a cuatro patas en un callejón, a cuatro calles del edificio en construcción,
una distancia segura de la multitud de policías, de la chica que estaba
quemándose y de las armas de fuego. Gritó, y al mismo tiempo, Sydney se aferró
el brazo, y Mitch, las costillas golpeadas. El dolor cayó sobre ellos como una
corriente, como una exhalación, algo que estaba contenido y ahora regresaba. Y
entonces, uno por uno, comprendieron lo que eso significaba.
—¡No! —gritó Sydney, y se volvió hacia el edificio.
Mitch la atrapó por la cintura, e hizo una mueca de dolor cuando ella pataleó,
gritó y le pidió que la bajara.
—Se acabó —le susurró, mientras ella se resistía—. Se acabó. Se acabó. Lo
siento. Se acabó.
Eli observó cómo los ojos de Victor se dilataban y luego quedaban vacíos, y su
frente cayó contra las barras de metal de la silla. Muerto. Era extraño que
justamente Eli hubiera pensado que Victor era invencible. Y se había
equivocado. Arrancó la navaja del pecho de Victor y se quedó allí, de pie en la
habitación bañada en sangre, esperando la quietud delatora, el momento de paz.
Cerró los ojos y echó la cabeza atrás, y esperó, y seguía esperando cuando
entraron los policías con mucho ímpetu, encabezados por el detective Stell.
—Apártese del cuerpo —le ordenó Stell, al tiempo que alzaba su pistola.
—Tranquilos —dijo Eli. Abrió los ojos y los recorrió con la mirada—. Se
acabó.
—¡Las manos sobre la cabeza! —gritó otro policía.
—¡Suelte el cuchillo! —ordenó otro.
—Tranquilos —repitió Eli—. Ya no es peligroso.
—¡Manos arriba! —exigió Stell.
—Ya me he ocupado de él. Está muerto. —Eli señaló, indignado, la habitación
empapada de sangre, y al muerto sujeto con alambres a la silla—. ¿No se dan
cuenta? Soy un héroe.
Los hombres lo apuntaron con sus armas, le gritaron y lo miraron como si
fuera un monstruo. Y entonces Eli cayó en la cuenta. No tenían los ojos
vidriosos. No estaban hechizados.
—¿Y Serena? —preguntó, pero la pregunta se perdió entre las sirenas y los
gritos de los policías—. ¿Dónde está? ¡Ella se lo dirá!
—Suelte el arma —repitió Stell, por encima del bullicio.
—Ella se lo dirá. ¡Soy un héroe! —gritó Eli, al tiempo que arrojaba el cuchillo
—. ¡Acabo de salvarles la vida a todos ustedes!
Pero cuando la navaja cayó al suelo, los policías corrieron hacia él y lo
sujetaron contra el suelo. Desde allí vio la cara de Victor, y le pareció que le
sonreía.
—Eli Ever, queda detenido por el asesinato de Victor Vale…
—¡Esperen! —gritó mientras le colocaban las esposas—. El cadáver.
Stell le leyó sus derechos mientras dos policías lo ponían de pie. Otro agente
se acercó a Stell a toda prisa y le informó algo sobre un incendio en el patio.
Eli forcejeó.
—¡Tienen que incinerar el cuerpo!
Stell hizo una seña, y los policías se llevaron a Eli a rastras entre las cortinas
de plástico.
—¡Stell! —gritó Eli una vez más—. ¡Tiene que incinerar el cuerpo de Vale!
Sus palabras resonaron en el cemento mientras iba perdiendo de vista la
habitación ensangrentada y el cadáver de Victor.

Una obsesión perversa Donde viven las historias. Descúbrelo ahora