HACE DIEZ AÑOS
UNIVERSIDAD LOCKLAND
Al día siguiente, cuando Victor volvió de sus clases de laboratorio, encontró a
Eli sentado a la mesa de la cocina, cortándose la piel. Tenía puestos los mismos
pantalones de correr y la misma sudadera con que lo había encontrado la noche
anterior, cuando por fin había regresado de su caminata, un poco más cerca de la
sobriedad y con los comienzos de un plan. Victor tomó una barrita de chocolate,
colgó la mochila en el respaldo de una silla de madera de la cocina y se sentó.
Desenvolvió el chocolate y trató de hacer caso omiso del modo en que lo que Eli
estaba haciendo le quitaba el apetito.
—¿Hoy no tienes prácticas en el hospital? —preguntó Victor.
—Ni siquiera es un proceso consciente —murmuró Eli con reverencia
mientras subía con la hoja por su brazo y el corte iba sanando apenas pasaba el
cuchillo, una mancha roja que aparecía y desaparecía, como un perverso truco de
magia—. No puedo evitar que los tejidos sanen.
—Pobrecito —bromeó Victor con indiferencia—. Ahora, si no te importa…
Alzó el chocolate.
Eli se detuvo en medio de un corte.
—¿Te impresiona?
Victor se encogió de hombros.
—Solo me distraigo con facilidad —respondió—. Estás horrible. ¿Has dormido? ¿Has comido algo?
Eli parpadeó y dejó el cuchillo.
—He estado pensando.
—El cuerpo no vive de pensamientos.
—He estado pensando en esta capacidad. Regeneración. —Sus ojos brillaban
al hablar—. Por qué, de todos los poderes posibles, acabé por tener este. Tal vez
no sea cuestión de azar. Puede que haya alguna correlación entre el carácter de
una persona y la capacidad resultante. Quizá sea un reflejo de su psiquis. Intento
comprender cómo es que esto —alzó una mano ensangrentada pero sana— es un
reflejo de mí. Por qué Él me daría…
—¿Él? —preguntó Victor, incrédulo. No estaba de humor para Dios. Esa
mañana, no—. De acuerdo con tu tesis —dijo—, lo que te dio ese talento fue un
influjo de adrenalina y el deseo de sobrevivir. No Dios. Esto no es cosa de la
divinidad, Eli. Es ciencia y azar.
—Puede que lo sea hasta cierto punto, pero cuando entré al agua me
encomendé en Sus manos…
—No —lo interrumpió Victor, enojado—. Te encomendaste en las mías.
Eli calló, pero se puso a tamborilear con los dedos sobre la mesa. Al cabo de
un rato, dijo:
—Lo que necesito es una pistola.
Victor había dado otro mordisco al chocolate, y estuvo a punto de atragantarse.
—¿Y eso, por qué?
—Para poner a prueba realmente la velocidad de regeneración. Obviamente.
—Obviamente. —Victor terminó su chocolate y Eli se levantó de la mesa para
servirse un poco de agua—. Mira, yo también he estado pensando.
—¿En qué? —preguntó Eli, recostándose contra la encimera.
—En mi turno.
Eli frunció el ceño.
—Ya lo tuviste.
—En mi próximo turno —explicó Victor—. Quiero hacer otro intento esta
noche.
Eli observó a Victor, con la cabeza ladeada.
—No me parece una buena idea.
—¿Por qué no?
Eli vaciló.
—Todavía tienes la marca del brazalete del hospital —dijo por fin—. Al
menos espera hasta que te encuentres mejor.
—De hecho, me encuentro muy bien. Mejor que bien. Me siento
estupendamente bien. La vida es una fiesta.
Victor Vale no sentía que la vida fuera una fiesta. Le dolían los músculos,
sentía las venas extrañamente débiles, y no lograba quitarse la jaqueca que lo
acosaba desde que había abierto los ojos bajo las luces blancas fluorescentes del
hospital.
—Date un tiempo para recuperarte, ¿de acuerdo? —propuso Eli—. Luego
hablaremos de hacer otro intento.
No había nada evidentemente malo en aquellas palabras, pero a Victor no le
gustó el modo en que se las dijo, con aquel tono sereno y cauto que usa la gente
cuando quiere suavizar una decepción y convertir un «no» en un «por ahora no».
Algo iba mal. Y la atención de Eli ya estaba desviándose otra vez hacia sus
cuchillos. Apartándose de Victor.
Victor apretó los dientes para contener una palabrota. Y luego se encogió
cuidadosamente de hombros.
—Está bien —dijo, y volvió a echarse la mochila al hombro—. Tal vez tengas
razón —añadió, con una sonrisa perezosa y un bostezo. Eli también sonrió, y
Victor se volvió hacia el pasillo que conducía a su cuarto.
Al pasar, robó un autoinyector de epinefrina, salió y cerró la puerta.
Victor odiaba la música a todo volumen casi tanto como odiaba a los grupos de
personas borrachas. En la fiesta había ambas cosas, y le resultaban más
insufribles por su propia sobriedad. Nada de alcohol esta vez. Quería, necesitaba,
que todo estuviera claro, especialmente si iba a hacerlo solo. Eli,
presumiblemente, aún estaba en el apartamento, cortándose la piel y suponiendo
que Victor estaba en su cuarto, malhumorado o estudiando, o las dos cosas. En
realidad, lo que había hecho Victor era salir por la ventana.
Se sintió como si volviera a tener quince años, como un adolescente que se
escapa para ir a una fiesta en mitad de la semana mientras sus padres están en la
sala de estar, riendo por algún programa tonto de televisión. O al menos, así
imaginaba Victor que habría sido, de haber necesitado escapar. Si alguna vez
hubiera habido alguien en casa para descubrirlo.
En la fiesta, Victor caminaba mayormente pasando inadvertido, pero no
porque no fuera bienvenido. Algunos se volvían para mirarlo por segunda vez,
pero era porque rara vez concurría a esa clase de reuniones. Era un marginado
por elección, con suficiente capacidad de imitación para ser aceptado en los
círculos sociales cuando así lo deseaba, pero por lo general prefería mantenerse
al margen y observar a los demás, y la mayoría de los demás estudiantes
parecían contentarse con ello.
Sin embargo, allí estaba, caminando entre cuerpos, música y suelos pegajosos;
en el bolsillo interno de la chaqueta llevaba el autoinyector de epinefrina, con un
papelito adherido que decía Úsame. Ahora, rodeado de luces, ruido y cuerpos,
Victor tenía la sensación de haber entrado a otro mundo. ¿Era eso lo que hacían
los estudiantes normales de cuarto año? ¿Beber y bailar, entrelazando sus
cuerpos como piezas de un rompecabezas al ritmo de la música a un volumen
capaz de sofocar los pensamientos? Angie lo había llevado a algunas fiestas en
primer año, pero habían sido distintas. Victor no recordaba nada de la música ni
de la cerveza; solo la recordaba a ella. Parpadeó como para borrar ese recuerdo.
Tenía las palmas de las manos sudadas. Tomó un vaso de plástico y volcó su contenido en una maceta en la que había una planta a medio marchitarse. El
hecho de tener algo en la mano lo hizo sentir mejor.
En un momento se encontró en el balcón, contemplando el lago congelado que
estaba detrás de los edificios. Al verlo, se estremeció. Sabía que, para obtener el
mejor resultado, debía imitar a Eli, recrear la situación que había sido un éxito,
pero Victor no podía, no quería hacer eso. Tenía que encontrar su propio
método.
Se apartó de la barandilla y volvió a entrar a la casa. Siguió recorriendo las
habitaciones con ojos evaluadores. Lo asombró la miríada de opciones que había
para suicidarse, y las escasísimas probabilidades de que alguna le diera la certeza
de sobrevivir.
Pero había una cosa de la que Victor estaba seguro: no iba a marcharse sin
haber hecho el intento. No volvería al apartamento para ver cómo Eli seguía
cortándose alegremente, maravillado por aquella nueva inmortalidad que él no se
había esforzado tanto por encontrar. Victor no iba a quedarse allí para elogiarlo y
tomar apuntes por él.
Victor Vale no era un maldito personaje secundario.
A la tercera vuelta a la casa, calculó que había conseguido suficiente cocaína
como para inducir un paro cardíaco (no estaba seguro, ya que nunca había
participado en esa clase de actividades). Había tenido que comprársela a tres
estudiantes distintos, pues cada uno tenía muy pocas dosis.
En su cuarta vuelta a la casa, mientras se armaba de coraje para consumir la
cocaína, lo oyó. Se abrió la puerta de calle —eso no pudo oírlo por la música,
pero desde donde estaba en la escalera, sintió la súbita ráfaga de frío— y
enseguida una chica exclamó:
—¡Eli, has venido!
Victor maldijo por lo bajo y volvió a subir la escalera. Oyó su propio nombre
mientras caminaba entre los cuerpos. Se abrió camino y llegó al descanso del
primer piso, y luego encontró un dormitorio desocupado que tenía su propio baño en el fondo. A mitad de la habitación, se detuvo. Había una biblioteca que
abarcaba toda una pared, y allí, en el centro, vio su propio apellido en letras
mayúsculas.
Sacó de la biblioteca el enorme tomo de autoayuda y abrió la ventana. El sexto
libro de una serie de nueve sobre acción y reacción emocional cayó sobre la
delgada capa de nieve con un golpe gratificante. Victor cerró la ventana y
prosiguió camino al baño.
Colocó las cosas sobre el lavabo.
Primero, su teléfono. Escribió un mensaje para Eli pero no pulsó Enviar, y
dejó el aparato a un lado. En segundo lugar, el autoinyector de adrenalina. Su
temperatura sería la normal, de modo que esperaba que bastara con una sola
inyección. Sería muy doloroso para el cuerpo, pero también lo sería todo lo
demás que iba a hacer. Colocó el inyector junto al teléfono. Tercero, la cocaína.
La dejó en un lavabo y luego empezó a dividirla en líneas con una tarjeta de
hotel que encontró en su bolsillo trasero, reliquia del viaje invernal al que lo
habían arrastrado sus padres. A pesar de haber tenido una crianza que habría
predispuesto a cualquier chico a las drogas, Victor nunca había tenido mucha
inclinación por ellas, pero sí tenía buena idea del procedimiento, gracias a una
sana dieta de películas policiales. Una vez que la cocaína estuvo bien distribuida
en líneas —siete en total— sacó un dólar de la cartera y lo enrolló en forma de
canuto angosto. Tal como había visto hacer en televisión.
Se miró al espejo.
«Quieres vivir», le dijo a su reflejo.
Su reflejo no parecía muy convencido.
«Tienes que sobrevivir a esto», insistió. «Es necesario».
Entonces, tomó aliento y se inclinó sobre la primera línea.
El brazo apareció de la nada, le rodeó la garganta y lo empujó contra la pared
opuesta al lavabo. Victor recuperó el equilibrio y se enderezó justo a tiempo para
ver a Eli barrer con la mano varios cientos de dólares en cocaína y arrojarla toda por el desagüe.
—¿Qué mierda estás haciendo? —exclamó Victor, al tiempo que se lanzaba
hacia allí. Le faltó velocidad. La mano de Eli, empolvada de cocaína, volvió a
empujarlo hacia atrás y lo sujetó contra la pared, con lo cual dejó una huella
blanca en la delantera de su camisa negra.
—¿Que qué mierda estoy haciendo? —lo imitó Eli con serenidad asombrosa
—. ¿Que qué mierda estoy haciendo yo?
—No deberías estar aquí.
—Si tú vas a una fiesta, la gente se da cuenta. Ellis me envió un mensaje de
texto cuando apareciste. Luego me escribió Max para decirme que estabas
comprando toda la cocaína. No soy imbécil. ¿Cómo se te ocurre?
Con la mano libre, tomó el teléfono que estaba sobre el lavabo. Leyó el
mensaje. Emitió un sonido semejante a una risotada, pero sus dedos se cerraron
en el cuello de la camisa de Victor mientras su otra mano arrojaba el aparato al
compartimiento de la ducha, donde se rompió en varios pedazos por el impacto.
—¿Y si yo no hubiera oído mi teléfono? —Lo soltó—. Entonces, ¿qué?
—Entonces estaría muerto —respondió Victor, simulando calma.
Sus ojos se dirigieron al EpiPen. La atención de Eli los siguió. Antes de que
Victor pudiera moverse, Eli tomó el inyector y lo clavó en su propia pierna. Un
leve gemido escapó por entre sus dientes apretados cuando el contenido inundó
su sistema, sacudiendo sus pulmones y su corazón, pero se recuperó en un
momento.
—Solo intento protegerte —explicó Eli, al tiempo que arrojaba a un lado el
cartucho usado.
—Mi héroe —gruñó Victor por lo bajo—. Ahora vete a la mierda.
Eli lo observó, pensativo.
—No voy a dejarte aquí solo.
Victor miró hacia el lavabo, que aún tenía el borde recubierto de cocaína.
—Nos vemos abajo —dijo, señalando su camisa, el lavabo, el teléfono—.
Tengo que limpiar esto.
Eli no se movió.
Los ojos impasibles de Victor se elevaron para mirarlo.
—No tengo nada más. —Y luego, un asomo de sonrisa—. Puedes registrarme,
si quieres.
Eli lanzó una risotada como una tos, pero enseguida se puso serio.
—Esta no es la manera de hacerlo, Vic.
—¿Cómo lo sabes? Que el hielo haya dado resultado no quiere decir que otra
cosa no…
—No me refiero al método. Me refiero a que ibas a hacerlo solo. —Apoyó la
mano sin cocaína en el hombro de Victor—. No puedes hacer esto solo. Así que
prométeme que no lo harás.
Victor le sostuvo la mirada.
—No lo haré.
Eli pasó junto a él y cruzó al dormitorio.
—Cinco minutos —anunció al salir.
Victor oyó cómo aumentaba el bullicio de la fiesta cuando Eli abrió la puerta,
y luego volvía a apagarse cuando la cerró tras él. Se acercó al lavabo y pasó la
mano por la superficie. Quedó blanca. Cerró el puño y lanzó un puñetazo al
espejo. Se partió: una línea larga y perfecta en el centro, pero no se rompió en
pedazos. Sintió un dolor palpitante en los nudillos y los pasó por debajo del
lavabo, tanteando en busca de una toalla, mientras limpiaba el polvo que
quedaba. Sus dedos se toparon con algo, y por su mano subió un súbito estallido
de dolor. Retrocedió, y al volverse vio un enchufe en la pared, con un Post-It
pegado en un costado con una anotación: Enchufe roto no tocar en serio.
Alguien le había agregado puntuación con un bolígrafo rojo.
Victor frunció el ceño; le hormigueaban los dedos por la pequeña descarga.
Y entonces el momento se paralizó. El aire en sus pulmones, el agua en el
lavabo, las ráfagas de nieve que se veían por la ventana de la otra habitación.
Todo se congeló, igual que la noche anterior con Eli, solo que esta vez no era la
mano de Eli sino la de Victor, que ardía ligeramente por la descarga.
Se le ocurrió una idea. Recogió del suelo de la ducha las tres partes de su
teléfono, las unió y escribió el mensaje. Victor había prometido que no lo haría
solo. Y no lo haría. Pero tampoco necesitaba la ayuda de Eli.
Sálvame, escribió, junto con la dirección del edificio.
Y luego pulsó «Enviar».
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Una obsesión perversa
Teen FictionVíctor y Eli eran dos estudiantes universitarios brillantes pero arrogantes que reconocían, el uno en el otro, la misma agudeza y la misma ambición. En el último año de su carrera, el interés compartido por la adrenalina, las experiencias cercanas a...