ESTA MAÑANA
BANCO TIDINGS WELL
Eli aparcó a una calle y media de la cinta amarilla que rodeaba la escena del
crimen, y se colocó las gafas de atrezo antes de bajar del coche. Mientras
caminaba entre los ojos de la multitud de espectadores morbosos y los fotógrafos
que empezaban a congregarse, podía ver la parte trasera del banco, y el delito ya
había terminado. La gente permanecía, había flashes de las cámaras, pero el
silencio relativo —no había sirenas, ni disparos, ni gritos— le dijo lo suficiente.
Se puso tenso al ver al detective Stell, aunque Serena le había prometido que
no había peligro. Aun así, el detective había llegado a Merit unos meses atrás
para investigar una serie de asesinatos en la zona —obra de Eli, por supuesto—,
y ni siquiera las palabras tranquilizadoras de Serena alcanzaban a borrar del todo
sus dudas con respecto a la lealtad del detective. Stell, que ahora tenía el pelo
entrecano y un pliegue permanente entre los ojos, lo recibió detrás del edificio y
levantó la cinta para permitirle el paso. Eli se subió las gafas sobre la nariz por
segunda vez. Eran un poco grandes para él.
—Se parece a Clark Kent —observó Stell secamente. Eli no estaba de humor.
—¿Dónde está?
—Muerto.
El detective entró por delante al banco.
—Les dije que lo quería vivo.
—No hemos tenido opción. Él empezó a disparar, o como lo quiera llamar. No
podía apuntarle a nada. Como si ese poder suyo se le hubiera estropeado. Pero
igualmente causó caos.
—¿Civiles?
—No, los hizo salir a todos. —Llegaron a una sábana negra que cubría una
forma vagamente humana. Stell la tocó con la punta de la bota—. Los medios
quieren saber cómo es que un loco que supuestamente está muerto entra en un
banco con un arma, pero no intenta robar ni toma prisioneros. Lo único que hace
es echar a todos, disparar al aire y pedir a gritos que acuda alguien llamado Eli
Ever.
—No deberían haber permitido que se publicara ese artículo la semana pasada.
—No puedo impedir que la prensa use sus ojos, Eli. Fue usted quien quiso
hacer un espectáculo.
A Eli no le gustó el tono del hombre; nunca le había gustado, no confiaba en el
matiz combativo que tenía.
—Necesitaba una demostración —gruñó Eli.
No quería admitir que había más que eso, que necesitaba que hubiera público.
La idea había sido de Serena, estaba seguro, antes que suya.
—Una cosa es una demostración —replicó Stell—. Pero ¿hacía falta un
espectáculo?
—Fue para disimular el asesinato —respondió Eli, al tiempo que levantaba la
sábana negra—. ¿Cómo iba a saber que no permanecería muerto?
Los ojos pardos de Barry Lynch lo miraron, vacíos y exánimes. Oyó los
murmullos de los demás policías que estaban por allí, voces apagadas que se
preguntaban quién era él y qué hacía allí. Eli intentó parecer oficial mientras
observaba el cadáver.
—Me ha hecho venir para nada —murmuró—. Ahora que está muerto.
—Disculpe, pero antes también estaba muerto, ¿se acuerda? Y además —
añadió Stell—, esta vez ha dejado una nota.
Stell le entregó a Eli una bolsa de plástico. Adentro había un papel arrugado.
Lo sacó y lo desplegó con cuidado.
Era un dibujo rudimentario de una figura, hecho con palitos. Dos personas de
la mano. Un hombre delgado vestido de negro y una chica, de la mitad de su
estatura, de pelo corto y ojos grandes. La chica tenía la cabeza ligeramente
ladeada, y una manchita roja en el brazo. En el pecho del hombre había tres
manchitas similares, no más grandes que puntos. La boca del hombre era apenas
una línea sombría.
Debajo del dibujo se leía una sola oración: Tengo una nueva amiga.
Victor.
—¿Se encuentra bien?
Eli parpadeó al sentir en el brazo la mano del policía. Se apartó, volvió a
plegar el papel y se lo guardó en el bolsillo antes de que alguien lo viera o dijera
nada.
—Deshágase del cuerpo —le dijo a Stell—. Esta vez, incinérelo.
Eli volvió por donde había llegado. No se detuvo hasta que se encontró a salvo
dentro de su coche. En la relativa privacidad de la calle en Merit, apretó la mano
contra el dibujo que tenía en el bolsillo, y sintió un dolor fantasma en el vientre.
Victor levantó el cuchillo de la mesa.
«Llamaste a la policía y me acusaste de ser un EO. Yo no te delaté, ¿sabes? Y
habría podido hacerlo. ¿Por qué les has dicho semejante tontería? ¿Sabías que
tienen agentes especiales que intervienen si se sospecha que hay un EO? Un tipo
llamado Stell. ¿Lo sabías?».
«Te has vuelto loco». Eli dio un paso al lado. «Deja ese cuchillo. No puedes
hacerme daño».
Victor sonrió. Parecía otra persona. Eli intentó retroceder, pero se topó con la
pared. El cuchillo se hundió en su abdomen. Sintió que la punta le rozaba la piel
de la espalda. El dolor había sido agudo, persistente; se prolongaba en lugar de
acrecentarse de repente y disolverse.
«¿Sabes de qué me he dado cuenta?», gruñó Victor. «¿Aquella noche en la
calle, cuando te vi quitándote los trozos de cristal de la mano? Que no puedes
curarte hasta que retire el cuchillo».
Lo retorció, y el dolor estalló tras los ojos de Eli, como una docena de colores.
Gimió y empezó a deslizarse por la pared, pero Victor lo levantó con el mango
del cuchillo.
«Y ni siquiera estoy usando aún mi nuevo truco», dijo Victor. «No es tan
espectacular como el tuyo, pero sí bastante efectivo. ¿Quieres verlo?».
Eli tragó en seco y marcó el número de Serena, mientras ponía el coche en
marcha y se dirigía al hotel. No esperó hasta que ella hablara.
—Tenemos un problema.
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Una obsesión perversa
Teen FictionVíctor y Eli eran dos estudiantes universitarios brillantes pero arrogantes que reconocían, el uno en el otro, la misma agudeza y la misma ambición. En el último año de su carrera, el interés compartido por la adrenalina, las experiencias cercanas a...