CAP XXX

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CINCUENTA MINUTOS ANTES
DE MEDIANOCHE
EL BAR LOS TRES CUERVOS


Eli salió del bar Los tres cuervos hecho una furia, mientras marcaba el número
del detective Stell y le decía que enviara a un agente para que limpiara los restos
de un incidente.
—Era un EO, ¿verdad? —preguntó Stell, y la pregunta, así como la sombra de
duda en la voz del detective al formularla, fastidió profundamente a Eli. Pero no
tenía tiempo para encargarse ahora de la resistencia de Stell; el tiempo se iba
agotando.
—Por supuesto que sí —respondió, alterado, y cortó la comunicación.
Eli se detuvo bajo los cuervos de metal de la marquesina del bar, se pasó los
dedos por el pelo y escudriñó la calle en busca de algún rastro de Dominic
Rusher o Victor Vale, pero no vio más que borrachos, vagabundos y coches que
pasaban a demasiada velocidad como para reconocer a sus conductores o
pasajeros. Soltó una palabrota y dio una patada con todas sus fuerzas al cubo de
basura más cercano; disfrutó del dolor incluso mientras se desvanecía, a medida
que el daño se reparaba; huesos, tejidos y piel volvían a unirse.
No debería haber matado a Mitchell Turner.
Lo sabía. Pero el hombre tampoco era inocente, en realidad. Eli había visto la ficha policial. Turner había pecado. Y quienes se alían con monstruos son, a su
vez, poco menos que monstruos. No obstante, no había sentido el silencio, el
momento de paz que seguía al acto, y a Eli se le oprimió el pecho al ver que se le
negaba la calma, la tranquilidad de saber que no había errado.
Eli bajó la cabeza e hizo la señal de la cruz. Sus nervios apenas empezaban a
aplacarse cuando sonó su teléfono.
—¿Qué? —Atendió, bruscamente, mientras se dirigía a su coche, que estaba
en el aparcamiento de enfrente.
—Victor ha publicado en la base de datos —le informó Serena—. La obra en
construcción del Falcon Price. Planta baja. —Eli oyó que se abría la puerta de
cristal del balcón—. Es aquí mismo, frente al hotel. ¿Te has encargado de
Dominic Rusher?
—No —gruñó—. Pero Mitchell Turner está muerto. ¿El plazo sigue siendo a
medianoche?
Mientras caminaba, se le iba diluyendo la furia; la concentración cerraba esa
herida del mismo modo que su cuerpo cerraba las heridas de su piel. Todo seguía
según el plan. No su plan, pero un plan al fin y al cabo.
—A medianoche, sí —respondió Serena—. ¿Y la policía? ¿Quieres que llame
a Stell? ¿Le digo que envíe a sus hombres al edificio en construcción?
Eli tamborileó con los dedos sobre el coche y pensó en la pregunta de Stell, en
el tono que había usado.
—No. No antes de medianoche. Turner está muerto, y Victor es mío. Dile que
estén allí a las doce, no antes, y que esperen fuera hasta que hayamos terminado.
Diles que es peligroso. —Subió al vehículo y su aliento empañó las ventanillas
—. Voy para allá. ¿Quieres que pase a recogerte?
Ella no respondió.
—¿Serena?
Tras otra larga pausa, Serena finalmente dijo:
—No, no. Aún no estoy vestida. Te veré allí.
Serena cortó.
Estaba apoyada en la barandilla del balcón, y casi no reparó en el frío del
hierro bajo sus codos porque estaba distraída mirando una leve columna de
humo.
Dos pisos más abajo y varias habitaciones hacia el lado, el humo salía por unas
puertas abiertas y llegaba hasta donde ella se encontraba. Olía a papel quemado.
Serena lo sabía porque, en la escuela secundaria, ella y sus amigos siempre
encendían una hoguera en la primera noche de las vacaciones de verano, y en
ella arrojaban sus ensayos y exámenes, como quien arroja a las llamas el año que
pasó.
Pero, aunque las habitaciones del Esquire eran muy bonitas, ninguna tenía
chimenea.
Seguía pensando con curiosidad en aquel humo cuando al balcón en cuestión
salió un enorme perro negro. El perro se quedó un momento mirando por entre
los barrotes de la barandilla hasta que una chica lo llamó para que entrara.
«Dol», llamó la chica. «¡Dol! Ven aquí».
Un estremecimiento recorrió a Serena. Conocía esa voz.
Un momento después, la niña rubia a la que tanta gente había tomado por
melliza de Serena salió al balcón y tiró del perro por el pescuezo.
«Vamos», dijo Sydney. «Entremos».
El perro se volvió, obediente, y la siguió adentro.
¿Cuál es la habitación? Serena empezó a contar. Dos pisos más abajo. Tres
habitaciones más allá.
Giró sobre sus talones y entró.

Una obsesión perversa Donde viven las historias. Descúbrelo ahora